A
la pobre Theresa May le han hecho chistes dese que llegó a ser primera ministra
del Reino Unido por el mes, mayo, que significa su apellido y si sería capaz de
llegar a junio, en una forma de expresar que casi nadie daba un duro por su
liderazgo. Al final su mandato va a ser de tres años, lo que no está mal para
las peripecias políticas que ha vivido. No se cómo le juzgará la historia, no
estaré aquí para verlo, pero su figura ha ido adquiriendo, para mi, una talla
mayor a medida que era obvio que se encaminaba la fracaso, que todos los suyos
le empujaban al precipicio, y que nada de lo que hiciera sería suficiente para
volver a enderezar el rumbo. Gobernando un barco fantasma, May encarna el
sentido griego de la tragedia inevitable.
El
anuncio de su dimisión tuvo lugar el viernes, después de las elecciones
europeas, que en Reino Unido se celebraron en primer lugar de toda la UE. Si,
los británicos conducen por la izquierda y votan los jueves, como mínimo gente
curiosa. Aunque los resultados se conocieron, como en todas partes el domingo,
las encuestas los clavaron bastante. El partido del eurófobo Niguel Farage ganó
con algo más del 30% de los votos, los liberales antibrexit subieron bastante y
conservadores y laboristas, las dos grandes formaciones, sufrieron un varapalo
enorme que roza el ridículo para ambos partidos. May sabía que la derrota en
esas elecciones era absoluta, incuestionable. Es más, era consciente de que el
hecho mismo de celebrarlas era una derrota en sí mismo para los partidarios del
Brexit, porque volvía a mostrar a las claras hasta qué punto sin firmes los
lazos que unen a los británicos con la UE y lo difícil que es cortarlos.
Durante los tres años de su mandato, dominado de manera obsesiva por este
asunto, May ha buscado una salida con acuerdo y, tras el designio del
parlamento que así lo forzó, una aprobación en la Cámara de los Comunes de
Westminster. Tras casi dos años de negociaciones logró el acuerdo, que dejaba
claras muchas cosas y otras no tanto, especialmente las salvaguardias con
respecto al mercado único y el espinoso tema de la frontera de Irlanda. Los
radicales entre los conservadores vieron desde un principio este acuerdo como
una traición, porque sí suponía la salida de la UE, pero de una manera en la
que no pocas de las disposiciones comunitarias seguirían siendo normas a acatar
por un Reino Unido que, ya fuera de las instituciones europeas, nada podría
hacer para alterarlas. Era un dictado, lo veían como un dictado, y por eso su
oposición a ese acuerdo fue frontal desde el inicio. Los laboristas, tan
divididos como los conservadores, y con un Corbyn al frente que demuestra día a
día la incapacidad de su liderazgo y lo trasnochado de sus ideas, vieron en ese
acuerdo y la división conservadora no una vía de salida al Brexit, sino una
forma de derribar al gobierno para, en el mejor de los casos, acceder a él.
Atacada sin piedad por todos lados, con un goteo constante de dimisiones en su
gobierno, May llevó hasta tres veces el texto del acuerdo al parlamento y, de
manera humillante, tres veces fue rechazado. En cada votación perdida el poder
del gobierno se le escapaba, como si cada rechazo fuera una nueva raja en una
rueda hinchada que aumenta la fuga de aire. Consciente de que su situación
empezaba a ser insoportable, intentó en las emanas antes de las elecciones que
se produjera una cuarta votación del acuerdo, pero ya carecía de influencia y
capacidad para siquiera convocar esa reunión. Sabedora de la derrota
conservadora en los comicios, May compareció sola el viernes 24 ante la puerta
de ese 10 de Downing Street, una de las residencias del poder del mundo más
conocidas y menos llamativas, y
entre sollozos, anunció que se irá para principios de junio. Era la imagen
de la derrota, de la pena, de la impotencia, de la traición sufrida por todos.
Su presencia era propia de una obra de Esquilo.
La
salida de May puso en marcha la pugna por el poder conservador, para la que ya
hay casi una decena de candidatos, de todos los pelajes posibles. Dice la lógica
que el ganador debiera pertenecer al ala dura de los partidarios de la salida
sin acuerdo, que el tratado firmado por May está muerto y que las opciones de que
los trenes británico y europeo descarrilen el 31 de octubre son muy altas. Pero
ya sabemos que, desde el principio, todo este estúpido proceso del Brexit es
cualquier cosa menos racional. No tengan dudas de que vamos a asistir aún a
episodios insospechados, quizás alguno de los grandes favoritos (el inefable
Boris) no logren sus propósitos y otros sí. Y May lo verá todo desde su casa
con pena y amargura, y Cameron desde la suya, sin sentir un ápice de remordimientos
por el desastre que causó en 2016.
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