jueves, mayo 30, 2019

May se va


A la pobre Theresa May le han hecho chistes dese que llegó a ser primera ministra del Reino Unido por el mes, mayo, que significa su apellido y si sería capaz de llegar a junio, en una forma de expresar que casi nadie daba un duro por su liderazgo. Al final su mandato va a ser de tres años, lo que no está mal para las peripecias políticas que ha vivido. No se cómo le juzgará la historia, no estaré aquí para verlo, pero su figura ha ido adquiriendo, para mi, una talla mayor a medida que era obvio que se encaminaba la fracaso, que todos los suyos le empujaban al precipicio, y que nada de lo que hiciera sería suficiente para volver a enderezar el rumbo. Gobernando un barco fantasma, May encarna el sentido griego de la tragedia inevitable.

El anuncio de su dimisión tuvo lugar el viernes, después de las elecciones europeas, que en Reino Unido se celebraron en primer lugar de toda la UE. Si, los británicos conducen por la izquierda y votan los jueves, como mínimo gente curiosa. Aunque los resultados se conocieron, como en todas partes el domingo, las encuestas los clavaron bastante. El partido del eurófobo Niguel Farage ganó con algo más del 30% de los votos, los liberales antibrexit subieron bastante y conservadores y laboristas, las dos grandes formaciones, sufrieron un varapalo enorme que roza el ridículo para ambos partidos. May sabía que la derrota en esas elecciones era absoluta, incuestionable. Es más, era consciente de que el hecho mismo de celebrarlas era una derrota en sí mismo para los partidarios del Brexit, porque volvía a mostrar a las claras hasta qué punto sin firmes los lazos que unen a los británicos con la UE y lo difícil que es cortarlos. Durante los tres años de su mandato, dominado de manera obsesiva por este asunto, May ha buscado una salida con acuerdo y, tras el designio del parlamento que así lo forzó, una aprobación en la Cámara de los Comunes de Westminster. Tras casi dos años de negociaciones logró el acuerdo, que dejaba claras muchas cosas y otras no tanto, especialmente las salvaguardias con respecto al mercado único y el espinoso tema de la frontera de Irlanda. Los radicales entre los conservadores vieron desde un principio este acuerdo como una traición, porque sí suponía la salida de la UE, pero de una manera en la que no pocas de las disposiciones comunitarias seguirían siendo normas a acatar por un Reino Unido que, ya fuera de las instituciones europeas, nada podría hacer para alterarlas. Era un dictado, lo veían como un dictado, y por eso su oposición a ese acuerdo fue frontal desde el inicio. Los laboristas, tan divididos como los conservadores, y con un Corbyn al frente que demuestra día a día la incapacidad de su liderazgo y lo trasnochado de sus ideas, vieron en ese acuerdo y la división conservadora no una vía de salida al Brexit, sino una forma de derribar al gobierno para, en el mejor de los casos, acceder a él. Atacada sin piedad por todos lados, con un goteo constante de dimisiones en su gobierno, May llevó hasta tres veces el texto del acuerdo al parlamento y, de manera humillante, tres veces fue rechazado. En cada votación perdida el poder del gobierno se le escapaba, como si cada rechazo fuera una nueva raja en una rueda hinchada que aumenta la fuga de aire. Consciente de que su situación empezaba a ser insoportable, intentó en las emanas antes de las elecciones que se produjera una cuarta votación del acuerdo, pero ya carecía de influencia y capacidad para siquiera convocar esa reunión. Sabedora de la derrota conservadora en los comicios, May compareció sola el viernes 24 ante la puerta de ese 10 de Downing Street, una de las residencias del poder del mundo más conocidas y menos llamativas, y entre sollozos, anunció que se irá para principios de junio. Era la imagen de la derrota, de la pena, de la impotencia, de la traición sufrida por todos. Su presencia era propia de una obra de Esquilo.

La salida de May puso en marcha la pugna por el poder conservador, para la que ya hay casi una decena de candidatos, de todos los pelajes posibles. Dice la lógica que el ganador debiera pertenecer al ala dura de los partidarios de la salida sin acuerdo, que el tratado firmado por May está muerto y que las opciones de que los trenes británico y europeo descarrilen el 31 de octubre son muy altas. Pero ya sabemos que, desde el principio, todo este estúpido proceso del Brexit es cualquier cosa menos racional. No tengan dudas de que vamos a asistir aún a episodios insospechados, quizás alguno de los grandes favoritos (el inefable Boris) no logren sus propósitos y otros sí. Y May lo verá todo desde su casa con pena y amargura, y Cameron desde la suya, sin sentir un ápice de remordimientos por el desastre que causó en 2016.

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