Viendo
ayer en el telediario algunas de las imágenes previas a la conmemoración del
día D, cuyo t5 aniversario celebramos hoy, hubo una que me llamó la atención.
Era una escena en la que una silla de ruedas, vacía, se encontraba sobre un
prado con vistas a alguna de las playas que fueron testigo de la masacre de esa
jornada. No se dónde se encontraría el dueño de esa silla. Supongo que,
anciano, sería veterano de guerra y que usará la silla en su vida diaria para
no desgastar aún más sus sufridas piernas, pero capaz de levantarse, le imagino
a pocos metros de ese punto, mirando al horizonte, hoy tranquilo y sosegado,
hace tres cuartos de siglo infernal, rememorando aquel escenario de pesadilla
en el que tantas veces pudo perder la vida.
El
día D es un homenaje a la logística, a los ingenieros que planificaron aquella
vasta operación, a los meteorólogos que se la jugaron, a los generales que
tanto arriesgaron, a los que trabajaron sin cesar para construir toda la
infraestructura necesaria y los miles de barcos y utensilios que en esa jornada
y siguientes se emplearon. Pero, sobre todo, el día D es el de recuerdo y
admiración hacia los miles y miles de soldados, algunos con nombres, otros
anónimos, que fueron embarcados en Inglaterra y a las pocas horas cayeron en
las fauces de uno de los escenarios más infernales que imaginarse uno pueda. La
historia de cada uno de esos soldados es única, su procedencia, vivencias,
hechos y añoranzas, pero todos ellos convergen, sin pretenderlo, ante un mismo
paisaje en una jornada de 1944, y a sabiendas de que, para muchos, ese será el
último paisaje que verán sus ojos. Es imposible saber en detalle lo que se
sentía en esas barcazas cuando el fondo marino se estrecha y las playas
francesas empiezan a dominar la vista del horizonte, pero es seguro que era
miedo, mucho miedo, lo que llenaba el corazón y la mente de todos ellos.
Entrenados de mejor o peor manera, muchos eran chavales norteamericanos para
los que Europa era poco más que un lugar de relatos, de historias narradas por sus
padres y otros mayores, de un lugar de guerra que a principios del siglo XX se
cobró vidas a millones de una manera tan absurda como industrializada. Es
completamente imposible ponerse en la piel de esos chicos, hacerse la menor
idea de la angustia que estaban viviendo en ese momento, y el caos absoluto que
se desata ante, y contra ellos, en el momento en el que las barcazas tocan la
arena y los portones se abren. Pisan con sus botas la arena de una Europa
sometida a la barbarie nazi y lo primero que reciben son disparos sin cesar de
baterías apostadas estratégicamente en lo alto de las playas que, como en una
feria, disparan a placer contra los objetivos que han aparecido en la costa.
Las bajas crecen, la formación se deshace, el desorden se generaliza, y en
ciertos momentos parece que la ofensiva puede fracasar. En Omaha beach es donde
se está más cerca del desastre, pero la locura de unos pocos, la desesperación
que surge en medio de la más absoluta angustia, es lo que permite que al final
del día algunas posiciones sean conquistadas, que los bunkers desde donde los
alemanes disparan caigan y que, muy endeblemente, las playas sean territorio
recuperado y puedan servir de puerto para empezar a descargar materiales,
provisiones, refuerzos… las playas son el primer trozo de la Francia
reconquistada, el primer rasguño que sufre el monstruo alemán en su flanco
occidental. En el oriental el frente ruso le pega dentelladas que le arrancan
tierras y carne sin cesar. Estamos en el verano de 1944,y tras cuatro años de
horror, la guerra coge un rumbo inexorable que sólo puede acabar, antes o
después, con la derrota alemana.
Como
en otros episodios de la II Guerra Mundial, se acaban los testigos directos de
aquellas vivencias, se nos mueren los que sobrevivieron y pueden contarlo.
Y esas pérdidas, inevitables, nos obligan a los que aquí seguimos a mantener
siempre vivo ese recuerdo y a transmitirlo de generación en generación, para
que horrores como los que desató esa guerra nunca caigan en la nada. “Salvar al
soldado Ryan” de Steven Spielberg, quizás sea la película que mejor refleja la
realidad de esa jornada. Su primera media hora es miedo, horror, sangre
derramada, histeria, descontrol, ausencia de galones, lucha por la
supervivencia, vacío de honor y hundimiento del ser humano en lo más profundo
de su abyección moral. Eso es la guerra. Y Speilberg la cuenta como un maestro.
Todo homenaje es poco para esos supervivientes, que dieron su vida para
salvarnos.
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