Extraña
noticia, aunque no tan sorprendente, la
de la muerte del expresidente de Egipto Mohamed Mursi ante el tribunal que le
juzga desde hace muchos meses. Al parecer Mursi se desmayó dentro de la
celda que ocupan los reos en esos tribunales cairotas de tan mal aspecto, y ya
nada se pudo hacer por su vida. En algunos medios se comentaba de tapadillo la
mala salud que acechaba al expresidente y las infames condiciones bajo las que
era tutelado por las autoridades egipcias, condiciones nefastas que se aplican
a todos los detenidos bajo el régimen de Al Sisi, que no distan mucho de las
que aplicaba el anterior dictador, Mubarak, ni de las que llegó a usar el
propio Mursi cuando, por breve espacio de tiempo, ocupó la jefatura del país.
La
historia de Mursi es la reciente historia de un país, Egipto, de una consecución
de dictaduras y del fracaso de lo que un día se llamó primaveras árabes,
concepto del que hoy apenas queda un recuerdo difuso en algunos centros de
estudio. El movimiento de las masas reclamando libertad y derechos en muchas de
esas naciones árabes se vio con ilusión desde occidente, como un alzamiento
civil frente a regímenes dictatoriales de todo tipo que se sucedían en aquellas
naciones, pero las revueltas dieron paso a situaciones descontroladas donde,
como diría Murphy, todo lo que pudo salir mal, salió mucho peor. Sólo Túnez muestra
un camino de reforma y democratización que resulta esperanzador y, como una
flor en medio de la escarcha, digno de toda la ayuda y protección posible.
Libia y Siria encarnan lo peor de aquel movimiento, transformado en esas
naciones en guerra, crueldad, exilio y dolor. En Egipto, el país más poblado de
toda la región, los manifestantes que abarrotaban día tras día la plaza Tahir,
y que crearon la escuela de la plaza ocupada, que se extendió por la Taksim de Estambul
o Sol, aquí mismo, lograron movilizar a la sociedad en su conjunto y acabaron
por provocar la caída del régimen de Mubarak, que llevaba al menos dos décadas en
el poder. Depuesto el dictador se buscó una vía para reemplazar el vacío del
poder, siempre con el omnipresente ejército en la sombra, mediante un proceso
electoral al que la formación más preparada, los hermanos musulmanes, acudió
con la confianza en la victoria. Y así fue. De aquellos comicios salió elegido
Mohamed Mursi, de aspecto bonachón, pero con una ideología islamista de fondo
que empezó a aplicar desde el primer momento. Otra revolución que demandaba
libertad y que se veía secuestrada por, en este caso, rigoristas coránicos. El gobierno
de Mursi empezó a tensar a la sociedad egipcia y las relaciones con sus
vecinos, y no pasó mucho tiempo hasta que quedó claro que el omnipresente al que
antes me refería no iba a consentir que las cosas siguieran por ese rumbo. Como
suele ser habitual en estos países, los militares decidieron que se acabó el
experimento y dieron un golpe de estado, que dejó víctimas y escenas de gran
violencia, pero que apenas encontró oposición organizada. Los hermanos se
confiaron una vez que alcanzaron el poder y se creyeron intocables, y no calibraron
el poder en la sombra que suponían los militares ni que gran parte de la
sociedad egipcia respaldaría cualquier movimiento que les arrebatase el poder.
Ese golpe acabó siendo liderado por un militar que responde al nombre de Al
Sisi, con el que es fácil hacer el chiste sobre cuáles deben ser las respuestas
que desea se den en todo momento ante sus órdenes. Vuelta a la toma del poder
por parte de la milicia armada, supresión de libertades civiles, control de la
economía, detención de toda la estructura política de los hermanos y mano de
hierro ante cualquier oposición. Tras un interregno islamista, Mubarak era
reemplazado por una versión algo menso anciana pero igualmente uniformada. Nada
nuevo bajo la sombra que el Sol proyecta en las pirámides.
Desde
su llegada al poder Al Sisi ha hecho varios referéndums para refrendar su
permanencia vitalicia e inviolable en el cargo, y no parece que nada vaya
removerle de ahí. El control del canal, su ampliación y la seguridad interna
son algunas de sus obsesiones, junto con la recuperación de una economía local
destrozada por la ausencia de turistas. Ejerciendo el papel de controlador de
aquella estratégica nación, Al Sisi se ha convertido en el mal menor que todas
las cancillerías occidentales respetan y ven, vemos, como conveniente. Y la
población del país, de cerca de ochenta millones y creciendo, cada vez con
menores recursos, se ve otra vez abocada a la pobreza y el silencio si quiere
salir adelante sin acabar en una de las lindas y acogedoras cárceles del régimen.
Pasan los siglos, pero en El Cairo siempre parece tener que reinar un faraón.
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