El
ser un hipócrita no es algo que las redes sociales hayan exacerbado, porque
desde siempre se ha tratado de ofrecer una imagen pública mucho más aceptada
por la sociedad de lo que es realmente nuestro fruto privado. Antaño, en las
encuestas todo el mundo decía que veía La 2 mientras que nadie le hacía caso a
esa cadena y consumía las basuras que echaba Telecinco sin cesar. Ahora todo es
igual, sólo que se despotrica por Twitter y otras redes en contra de la cadena
emisora de basura, de cada vez mayor toxicidad, y su audiencia no deja de
crecer y crecer a medida que la pose eleva a trending topic programas de La 2
que consumen una inmensa minoría que decía antes esa cadena en uno de sus lemas
más acertados.
La
concienciación ambiental es otro de esos temas, muy de moda, para el que
ofrecemos un perfil social comprometido y un comportamiento privado
completamente antagónico. Se han puesto de moda las manifestaciones de
estudiantes reclamando un cambio en las políticas a favor del medio ambiente y
para luchar contra el cambio climático, y no seré yo quien me oponga a esas
concentraciones, que creo pecan de ingenuidad, pero denuncian un problema real
al que no nos enfrentamos como sociedad, y que nos puede causar un gran
problema en el futuro. Sin embargo, muchos de esos manifestantes a buen seguro,
como casi todos nosotros, llevan a cabo en su vida diaria una forma de ser y
consumir que fomenta ese mismo cambio climático. A veces esa forma de ser no
puede ser alterada fácilmente, piense en una familia, en las demandas de los
bebés o niños, pero en otras ocasiones si es posible cambiar comportamientos y
estilos de vida o consumo que reduzcan nuestro impacto. Pero llevar eso a cabo
exige sacrificios, y eso no lo quiere nadie, claro, y ahí es donde fracasamos.
Y luego viene lo triste, que es que bastaría con que fuéramos algo cívicos y no
una panda de guarros para tener un comportamiento vital mucho más comprometido
con el medio ambiente que afirmamos defender con todo nuestro corazón. El
pasado domingo tuvo lugar la noche de San juan, comienzo oficioso del verano,
en la que no es ni la noche más corta ni la del solsticio, por mucho que se
empeñen los medios de comunicación. Hogueras y fogatas por todas partes y
fiesta, mucha fiesta, por doquier. Fiesta aderezada del consumo de todo tipo de
productos y envases asociados, que dejó, como siempre, un rastro de mugre, de
mierda, que a buen seguro también era posible divisar desde los satélites que
vigilan el medio ambiente. Las
playas de Málaga que se muestran en este artículo son un perfecto ejemplo de
cómo quedaron esa noche nuestros arenales, y donde pone arenales piense
usted en todos aquellos lugares en los que celebró alguno de los jolgorios de
la noche festiva. La cantidad de mierda que cubre la arena, hasta convertirla
en poco más que una imagen de fondo, son toneladas y toneladas de desperdicios
tóxicos que exigen un enorme trabajo de recogida por parte de los servicios
municipales, que suponen un coste para las arcas de los ayuntamientos, que se
pagan con los impuestos de todos, y que contaminan todo lo que tocan. ¿Cuántos
kilos, toneladas, de toda esa montaña de mierda, llegó al mar? ¿Cuánta se
convertirá en los temidos microplásticos que acabarán residiendo en el interior
de las formas vivas que deambulan por el Mediterráneo? ¿Cuántos causarán la
muerte de animales o acabarán depositados en fondos marinos, ensuciándolos de
manera permanente? Para evitar escenas tan asquerosas como la de esa imagen no
hay que luchar contra pérfidas multinacionales, sistemas opresores y demás
parafernalia con la que muchos activistas nos dan la turra día sí y día
también. Basta con no ser un guarro, con llevar en la mano la lata o botella de
la bebida consumida, juntarlas en una bolsa y arrojarlas a un contenedor
adecuado. Pero no, arrojamos el desperdicio a la arena, que ya vendrá alguien a
limpiarlo, y muchos lo harán, a buen seguro, mirando al mar al que dicen
defender, de palabra, pero no de acción.
Este
comportamiento incoherente es muy humano, está muy estudiado y es una de las
principales trabas frente a las que debe luchar el progreso científico para
lograr mejorar la sociedad. Hacemos lo que nos es más cómodo como individuos y sociedad
porque así estamos programados por la evolución, y esa inercia es muy muy difícil
de combatir. Telecinco lo sabe, y los vendedores que viven de nuestro derroche
y consumo compulsivo también, y explotan esta debilidad para sacar ingresos de
ello y contribuir a saciar nuestra necesidad de satisfacción bruta. Que eso sea
a costa de nuestro colesterol, el medio ambiente o la cordura (Telecinco vuelve
loca a la gente, no me queda la menor duda) poco nos importa, después de lo
satisfechos que nos quedamos al actual como jamás reconoceremos que hacemos. No
se si tenemos remedio.
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