Ayer hubo dos
reuniones internacionales para abordar el problema económico que está generando
la pandemia del coronavirus. Además de la tragedia humana, la economía de casi
todas las naciones se aboca a recesiones de dimensiones desconocidas, y es
necesario un esfuerzo global y coordinado para abordar unos derrumbes de PIB
que serán históricos. Esto es muy fácil decirlo y, por lo visto, imposible
hacerlo. El G20, que se reunió a primera hora de la tarde, no pasó de palabras
bonitas y de la detección de necesidades. No se esperaba mucho de ese encuentro
y, la verdad, cumplió las expectativas.
La reunión gorda, la
trascendente, era la del Eurogrupo, los países que tenemos la moneda única en
la UE. Sus jefes de estado y gobierno se encontraron telemáticamente, dos días
después del fracaso obtenido por sus ministros de economía y finanzas, y con
una enorme presión para alcanzar acuerdos reales. Desde antes del encuentro se
habían formado dos grupos, los partidarios de los eurobonos, con países como
España, Italia, Portugal, o Francia a la cabeza, y los que se niegan a ellos,
comandados por Holanda y Alemania, y respaldados por Austria y Finlandia.
Recordar brevemente que los eurobonos no son más, y nada menos que, emisiones
de deuda pública respaldadas por el conjunto de estados de la UE, no
individualmente por cada uno de ellos. Su prima de riesgo no sería la de cada
una de las naciones respecto a la alemana, sino prácticamente nada, lo que
supondría un enorme ahorro para todos los países que los utilizaran. Eso
también implica que todas las naciones son corresponsables de su pago y
cobertura en caso de fallos. En la crisis de 208, y especialmente durante su
continuación en forma de crisis de deuda soberana de 2011 – 2012, el tema de
los eurobonos ya salió a la palestra, pero fue imposible crearlos porque los
países ahorradores del norte veían ene ellos una forma de cubrir el derroche en
el que los del sur habían incurrido durante la burbuja. No les faltaba algo de
razón, pero el instrumento hubiera sido muy útil en aquel momento y habría
permitido solventar aquel desastre de una manera mucho más rápida y menos
dolorosa. Ahora nos encontramos ante una crisis de muy distinto origen,
provocada por un shock externo que poco tiene que ver con la disciplina fiscal
que ejercita cada nación. La situación en la que se encuentra Italia o España
es angustiosa en lo sanitario, letal en lo económico, pero lo peor es que se va
a prolongar durante un tiempo aún desconocido antes de que la normalidad, o
algo que quiera imitarle, vuelva, y que el resto de naciones de Europa van a ir
viendo como sus cifras de fallecidos e infectados crecen buscando las nuestras,
y sus PIBs también se van a derrumbar de igual manera. Esto es como una especie
de tsunami en el que el Mediterráneo se hubiera tragado sus países ribereños,
pero que no se va a detener en los Alpes, ni mucho menos, sino que ira anegando
las fértiles llanuras del norte europeo. Pocas situaciones podría uno imaginar
en las que la mutualización de la deuda europea tuviera más sentido que la que
vivimos, pero aún así las reticencias son enormes. Aunque muchos no lo vean, un
desacuerdo en este aspecto es un desastre absoluto para el proyecto europeo, y puede
dejarle gravemente herido.
El
acuerdo final de la reunión de ayer fue que no hay acuerdo y que en dos
semanas nos volveremos a ver, con Italia y España como naciones “plantadas”
ante el resto. La esperanza radica, justamente, en la tragedia, en que la
epidemia dentro de unas semanas sea en el norte tan intensa como lo es ahora en
el sur. Triste consuelo. ¿Hay herramientas europeas para paliar el desastre?
Sí, el MEDE, el fondo europeo de rescate que se usó en la crisis pasada y,
sobre todo, el BCE, pueden cubrir emisiones y costes, pero son soluciones
parciales que un tesoro europeo podría convertir en excepcionales. En el estado
actual de cosas, la UE también camina hacia la UCI. Y eso, como sabemos estos
días, es un mal destino.
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