Era necesario
conseguir provisiones, reponer el stock de cosas que tengo en casa para
sobrevivir, así que ayer por la tarde cogí el carrito y me fui al Mercadona,
esa cadena de supermercados que está en boca de todos y que es la que más
factura en España en lo que se hace a llenar las bocas y estómagos. Ya al salir
de casa uno notaba que todo era raro, porque el silencio que había en mi
barrio, el que detecto desde la ventana de casa cuando la abro, era el
dominante. No era el silencio de agosto, mes hueco en Madrid, sino un vacío de
sonido mucho más intenso, denso, completamente anómalo.
Una ciudad como esta
tiene, como el residuo del Big Bang, un ruido de fondo que nunca cesa, una
especie de brrr difuso que se mantiene día y noche, y que se convierte en el
lienzo sucio sobre el que el resto de sonidos deben tratar de alzarse. Ahora
no, ese soporte es una lámina blanca, tan blanca que asusta. Atravesé algunas
calles en las que el tráfico era testimonial, y apenas me crucé con gente en mi
ruta hacia el colmado, y todos los cruces fueron similares; a distancia,
espaciados, sin apenas cruzar miradas. Llegué al supermercado y no había
demasiada gente, cosa que agradecí. Era el principio de la tarde, hora de por
sí poco concurrida. Cogí el carro y aproveché el paso por la sección de
frutería para, a parte de pillar algunas piezas, coger un par de guantes de
plástico de los que se usan para tomar las frutas para ponérmelos y no
quitármelos hasta que llegué a casa. No tengo mascarilla, así que fui con la
cara descubierta, pero aparte de todo el personal, que la llevaba, casi todos los
clientes también portaban esa prenda, llamémosla así, que se exhibía en
tipologías de lo más variada. Amplias o estrechas, con o sin filtro, de un
blanco aséptico o de colores verdosos de tono hospitalario…. Los pocos que
andábamos haciendo compra lo hacíamos de uno en uno, casi nadie iba acompañando
a otra persona, todos en silencio, a lo que íbamos, sin entretenernos mucho. Cada
pasillo en el que uno coincidía con otro era un lugar de miradas recelosas, de
sensación de sospecha. Las miradas decían “apártate”, “aléjate”, manteniendo en
todo momento distancias amplias y escasa quietud. Daba la sensación de que
todos estábamos haciendo algo clandestino, que no queríamos que se nos viera
allí, que en el fondo sabíamos de la necesidad de hacerlo pero el gran error,
quizás peligro, que suponía estar en ese momento entre baldas, con personas
cerca, en vez de en el refugio del hogar. Y todo, como en la calle, en medio de
mucho silencio, otra vez ese silencio que no es el acostumbrado en un local
cerrado y que congrega a mucha gente. Sólo los “pí” de las cajas cada vez que
pasan un artículo, que son bajitos, destacaban, pudiéndose escuchar como una
señal de radar en el fon del océano, donde los submarinos humanos tratábamos de
avanzar en medio de nuestro forzado sigilo. A la hora de pagar había señales en
el suelo para mantener la distancia mínima de seguridad, pero todos la
duplicábamos, sin que nadie nos obligara a ello, y era la cajera la que nos
indicaba, como en las ITV, cuándo debíamos entrar con el carro a su caja. Llegó
mi turno, y realicé el acostumbrado proceso de vaciado del carro sobre la
cinta, el recogido posterior de todo lo comprado y el pago, con tarjeta. La
cajera era una mujer de media edad, espigada, rápida, bien protegida. Saludé al
principio y final del proceso, y pensé en darle algo de conversación, pero no
me atreví, en medio del silencio. Metí todo en el carro y salí del
supermercado.
En el camino a casa,
con el carro algo más pesado, iba más despacio, y las ruedas golpeaban con más
intensidad las aceras y baches del camino, tan desolado como lo estaba apenas
hacía tres cuartos de hora. Me cruzaría con tres o cuatro personas en todo el
camino de vuelta, y en cada caso, a distancia, se repetían los mismos gestos de
recelo, de distancia, de apestados que se eluden, en medio de la última tarde
del invierno, que era tan tranquila como si fuera la primera de primavera. Pero
más allá del tiempo, nos hemos quedado en el invierno social más crudo, en el
de las miradas que se eluden entre el miedo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario