viernes, marzo 20, 2020

Miradas de recelo en el Mercadona


Era necesario conseguir provisiones, reponer el stock de cosas que tengo en casa para sobrevivir, así que ayer por la tarde cogí el carrito y me fui al Mercadona, esa cadena de supermercados que está en boca de todos y que es la que más factura en España en lo que se hace a llenar las bocas y estómagos. Ya al salir de casa uno notaba que todo era raro, porque el silencio que había en mi barrio, el que detecto desde la ventana de casa cuando la abro, era el dominante. No era el silencio de agosto, mes hueco en Madrid, sino un vacío de sonido mucho más intenso, denso, completamente anómalo.

Una ciudad como esta tiene, como el residuo del Big Bang, un ruido de fondo que nunca cesa, una especie de brrr difuso que se mantiene día y noche, y que se convierte en el lienzo sucio sobre el que el resto de sonidos deben tratar de alzarse. Ahora no, ese soporte es una lámina blanca, tan blanca que asusta. Atravesé algunas calles en las que el tráfico era testimonial, y apenas me crucé con gente en mi ruta hacia el colmado, y todos los cruces fueron similares; a distancia, espaciados, sin apenas cruzar miradas. Llegué al supermercado y no había demasiada gente, cosa que agradecí. Era el principio de la tarde, hora de por sí poco concurrida. Cogí el carro y aproveché el paso por la sección de frutería para, a parte de pillar algunas piezas, coger un par de guantes de plástico de los que se usan para tomar las frutas para ponérmelos y no quitármelos hasta que llegué a casa. No tengo mascarilla, así que fui con la cara descubierta, pero aparte de todo el personal, que la llevaba, casi todos los clientes también portaban esa prenda, llamémosla así, que se exhibía en tipologías de lo más variada. Amplias o estrechas, con o sin filtro, de un blanco aséptico o de colores verdosos de tono hospitalario…. Los pocos que andábamos haciendo compra lo hacíamos de uno en uno, casi nadie iba acompañando a otra persona, todos en silencio, a lo que íbamos, sin entretenernos mucho. Cada pasillo en el que uno coincidía con otro era un lugar de miradas recelosas, de sensación de sospecha. Las miradas decían “apártate”, “aléjate”, manteniendo en todo momento distancias amplias y escasa quietud. Daba la sensación de que todos estábamos haciendo algo clandestino, que no queríamos que se nos viera allí, que en el fondo sabíamos de la necesidad de hacerlo pero el gran error, quizás peligro, que suponía estar en ese momento entre baldas, con personas cerca, en vez de en el refugio del hogar. Y todo, como en la calle, en medio de mucho silencio, otra vez ese silencio que no es el acostumbrado en un local cerrado y que congrega a mucha gente. Sólo los “pí” de las cajas cada vez que pasan un artículo, que son bajitos, destacaban, pudiéndose escuchar como una señal de radar en el fon del océano, donde los submarinos humanos tratábamos de avanzar en medio de nuestro forzado sigilo. A la hora de pagar había señales en el suelo para mantener la distancia mínima de seguridad, pero todos la duplicábamos, sin que nadie nos obligara a ello, y era la cajera la que nos indicaba, como en las ITV, cuándo debíamos entrar con el carro a su caja. Llegó mi turno, y realicé el acostumbrado proceso de vaciado del carro sobre la cinta, el recogido posterior de todo lo comprado y el pago, con tarjeta. La cajera era una mujer de media edad, espigada, rápida, bien protegida. Saludé al principio y final del proceso, y pensé en darle algo de conversación, pero no me atreví, en medio del silencio. Metí todo en el carro y salí del supermercado.

En el camino a casa, con el carro algo más pesado, iba más despacio, y las ruedas golpeaban con más intensidad las aceras y baches del camino, tan desolado como lo estaba apenas hacía tres cuartos de hora. Me cruzaría con tres o cuatro personas en todo el camino de vuelta, y en cada caso, a distancia, se repetían los mismos gestos de recelo, de distancia, de apestados que se eluden, en medio de la última tarde del invierno, que era tan tranquila como si fuera la primera de primavera. Pero más allá del tiempo, nos hemos quedado en el invierno social más crudo, en el de las miradas que se eluden entre el miedo.

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