Nuestra vida está
llena de rituales, porque los necesitamos. Nos ayudan a anclar momentos, a
darles un sentido personal y colectivo. Ir a misa y todo lo que en ella se hace
es un ritual estricto, el cómo los aficionados organizan su viaje hasta el
campo de deporte y lo que allí sucede acaba siendo un ritual compartido entre
cánticos y colores, las rutinas que uno se impone ante determinados actos a lo
largo del día se convierte en ritos privados, que pueden tener tanta
importancia como cualquier otra ceremonia pública… los ejemplos son infinitos y
todos los conocemos. Su ausencia nos resta sentido a lo que hacemos.
Una de las grandes
desgracias que viene asociada a la horrible situación que estamos viviendo es
la imposibilidad de despedirse de aquellos que han muerto para poder garantizar
las medidas de dispersión social y evitar así la propagación del virus. Ayer
murieron 462 personas en España de esta enfermedad, una cifra inmensa, y
462 familias y grupos de amigos vieron negada su voluntad, su necesidad, de
despedirse del fallecido, de velar su cuerpo, de organizar un rito, religioso o
laico, de juntarse en comunidad y expresar conjuntamente el dolor de la
pérdida. Y esos 462 grupos de personas saben que esa negación es necesaria,
porque es la única manera de que esa cifra no se vea incrementada en el futuro
mediante los probables contagios que podrían darse entre los reunidos en la
despedida, pero el razonamiento de la medida no puede eliminar su crueldad. Saber
que haces lo mejo posible cuando renuncias a ese momento de duelo inicial y a
decirle adiós a quien querías no puede esconder el llanto externo ni el miedo
interno. En su desgracia, esas familias y amigos están solos, no pueden
abrazarse para compartir duelo, no tienen el consuelo de las miradas cercanas
que te apoyan desde unos ojos que te miran con cariño y unas lágrimas que se
ven y, también, comparten. Arrojados a la clandestinidad de las profilaxis
sanitaria, sus muertos no son suyos, sino de la asepsia que busca parar la
cadena de contagio, y nada de lo que el finado hizo en vida para despedirse de
sus allegados podrán repetir los suyos con él. ¿Cómo sobrellevar esa carga? ¿Cómo
asumir la necesidad de castrar esos rituales en aras del bien común? Aunque
toda la sociedad sintamos como propio el dolor de estas familias y la pena que
les llena, pese a que su dolor se extienda sobre nosotros y transforme estos
días en una especie de velatorios colectivos, en los que cada casa tiene una
porción del dolor que se respira en el ambiente, ellos están solos. Físicamente
nadie les acompaña ante uno de los trances más duros que se sufren a lo largo
de la vida. Es una situación cruel hasta el extremo. En muchos casos los
fallecidos son ancianos a los que, ya por medidas de seguridad, desde hace
semanas los familiares no podían visitar en sus residencias o lugares en los
que se encontrasen, por lo que nada han podido hacer para prevenir una
situación que a todos nos ha arrollado y que a ellos, directamente, les ha
aplastado en vida. Si los rituales que hacemos en estas ocasiones buscan
exteriorizar la pena para comenzar a asimilarla, y que el duelo, ese proceso
interno y largo, comience de la mejor manera posible, cómo será la reacción de
esas 462 familias de ayer, las otras cientos de hoy, y todas las que cada día
se suman al goteo incesante de fallecidos que nos deja esta enfermedad. La
manida frase de “no quiero ni imaginarlo” cobra aquí todo el sentido, porque
todos hemos vivido la muerte de alguien cercano y lo que eso supone, pero por
nada del mundo querríamos la condena adicional que ahora se ceba sobre los
allegados de los fallecidos.
Cuando todo esto
pase, que pasará, es probable que muchas familias organicen actos de recuerdo, memoriales,
funerales y otro tipo de celebraciones, para dar sentido al cruel absurdo que
ahora están viviendo. Serán actos a posteriori, de homenaje y recuerdo, pero
pasado ya un tiempo y con el momento de la muerte del familiar sito semanas o
meses en el pasado, en un pasado odioso y oscuro. En esos actos se repetirán
rituales que hoy debieran haber sido, pero que no han podido, y la soledad de
ahora será paliada por la compañía de entonces. Se tratará de curar en algo la
herida sangrante dejada por la epidemia, y algo consolará, pero no lo
suficiente. Para muchos el dolor de lo que sucede carece de expresión y
consuelo. Lo siento mucho.
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