miércoles, abril 22, 2020

A José María Calleja


Creo que mucho seguimos sin ser conscientes de lo que significan las cifras de muertos que diariamente escuchamos y analizamos, fallecidos a causa de este maldito virus que todo lo ha trastocado. Cientos de personas, de vidas individuales, de lazos comunes, que se rompen para siempre, y llenan de dolor familias, crean vacíos a su alrededor. Ni política ni socialmente estamos a la altura del duelo que se está creando en nuestra sociedad, del trauma que todo esto supone, y del daño que genera tanta muerte, muerte que, además, sabemos que no puede ser honrada como es debido, por el riesgo de contagio. Estamos fallando. Mucho.

Hay días en los que alguno de esos cientos de fallecidos tiene un nombre conocido por todos, y ese fue el caso de ayer, en el que José María Calleja se unió a la enorme lista de víctimas de esta pesadilla. Periodista, con sólo 64 años, llevaba Calleja en el hospital desde finales de marzo, y finalmente no ha podido superar la enfermedad. Su vida es la de un referente moral en medio de la podredumbre. Calleja desarrolló su primera parte de la carrera profesional en el País Vasco, de donde era originario, en medios como la ETB, presentando uno de sus telediarios, los “teleberris” durante varios años, tratando de llevar una línea editorial abierta y comprometida con la verdad de la noticia, algo difícil en tiempos como los actuales de sectarismo y de bulos a favor y en contra del gobierno, pero que se ve como un jardín d apacibles margaritas frente a una sociedad como la vasca, atenazada por la amenaza etarra en su máxima expresión, con asesinatos frecuentes y con exhibiciones de matonismo en todo momento. Calleja, al que el régimen franquista persiguió, sabía que los etarras eran el reverso de la moneda dictatorial ya caía, vestidos de otros ropajes. Eran los intolerantes que, armados, trataban de secuestrar la libertad, y volver a instaurar una dictadura, esta vez en nombre de no se qué otros falsos valores. Nunca dudó de su convicción en defensa de la verdad frente a los que tratan de aplastarla, y eso le costó gran parte de su carrera profesional y a punto estuvo de suponerle la muerte por parte de los terroristas. Amenazado constantemente, bien se encargó el poder político nacionalista vasco de purgarle de los medios locales públicos, buscando su ostracismo mientras que los mafiosos ensuciaban las paredes con carteles insultándole, pero pinchaba el fanatismo en hueso. Calleja era valiente, no se callaba, sabía lo que tenía delante y lo denunciaba. Fue de los primeros periodistas que se sacudió el yugo separatista y no dejó nunca de denunciar ni a la mafia etarra ni a los que, con mejores o peores formas, se beneficiaban de ella. Activo como pocos, estuvo en el germen de numerosos colectivos como el Foro de Ermua o Basta Ya, y sus artículos eran siempre un testimonio de valentía ante el terrorismo, ante aquello que está más allá de la ideología y que debe unir a todo demócrata en su contra. Obligado a abandonar el País Vasco si quería garantizar su vida, a sabiendas entre otras cosas de lo poco que iba a ser defendida por quienes tenían la obligación legal de hacerlo, residía desde hace varios años en Madrid y colaboraba en medios de todo tipo. Era un periodista conocido y seguido por muchos.

Poseedor de una ideología socialdemócrata que no ocultaba, era un tertuliano que defendía sus posiciones con firmeza, pero siempre con educación, nunca cayendo en el sectarismo, al bronca, el grito, el argumentario político que hoy en día atenaza a casi todos los periodistas que viven a la sombra de unas siglas de las que esperan agradecimiento. No ha podido con el maldito coronavirus, pero sí venció al mal del nacionalismo, una de esas enfermedades que matan a las personas desde tiempo inmemorial y ante la que parece que no se logra encontrar vacuna. Calleja la halló en la libertad, en el pensamiento, en la lectura, en la búsqueda de la verdad y en la defensa del débil frente al violento. Era un referente. Su pérdida es dolorosa. DEP.

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