Una de las cosas que
más impresionan de lo que estamos viviendo es que nos encontramos ante una
crisis planetaria, global en el más profundo de sus sentidos. No es un problema
de un país, un continente o un grupo parcial de población, no, sino algo que
afecta a todos los países y sociedades, sean cuales sean sus vivencias, preferencias
o estados vitales. Ve uno el telediario un día de estos y se da cuenta del problemón,
profundo y enorme, al que todos nos enfrentamos, y resulta agobiante pensar que
cientos de millones de personas estamos encerrados en nuestras casas a la espera
de que las curvas de cada nación bajen. Agobiante a la par que asombroso.
De hecho esta situación,
generada en un mundo y economías globalizadas, está consiguiendo romper los
enlaces que permitían desarrollar la misma globalización que, durante décadas,
ha transformado nuestra existencia, de una manera progresiva y profunda. Nada
hay más global que una pandemia que se origina en un remoto mercado de una
desconocida e inmensa ciudad china y que en apenas tres meses hace que en,
pongamos, Ohio, se decrete el confinamiento de la población en su casa. La
globalización, como todo, posee ventajas e inconvenientes. Hasta ahora, pese a
las críticas de los agoreros, hemos disfrutado mucho más de sus ventajas, y no
es la menor que cientos de millones de personas de naciones de Asia o África
hayan salido de la pobreza gracias al desarrollo económico de sus naciones,
pese a que desde occidente se vea mucho más el efecto de desindustrialización y
de pérdida relativa de poder que hemos sufrido. Ahora, con el virus, vemos una
de las caras oscuras del proceso global, en el que no sólo se comparten
beneficios, sino también riesgos, y estos pueden ser tan intensos y profundos
como los primeros. Me gusta comparar el fenómeno global con el de una cordada,
esa formación de montañeros que realizan la escalada a un pico atados con una
cuerda unos a otros. El objeto de atarse es el de aumentar la seguridad de cada
uno de los individuos del grupo. Así, si uno de ellos resbala en el ascenso y
cae el resto unidos soporta su peso e impide que el montañero muera, por lo que
la unión permite que cada uno se responsabilice del resto y así todos de todos.
La ganancia es mutua. Pero este sistema de escalada también tiene sus riesgos.
Imaginemos que la cordada avanza en fila india por una montaña nevada y se
produce un desprendimiento de nieve que arrastra a un grupo de los escaladores.
Si el resto no es capaz de cortar la cuerda a toda velocidad es muy probable
que todo el grupo de alpinistas sea arrastrado por aquellos que se vieron
atrapados por el desprendimiento, de tal manera que el riesgo de unos resulta
el de todos, y la pérdida de algunos de los miembros puede convertirse en la
destrucción de todo el grupo. Y es que asociarse, unirse, supone compartir
ventajas e inconvenientes. En el caso de la avalancha sólo el cortar la cuerda
podría permitir a algunos de los montañeros salvarse y, en su caso, tratar
luego de rescatar al resto de compañeros. Si los lazos no se cortan a tiempo,
el arrastre puede llegar a ser inevitable.
Ante el virus, los
países han ido adoptando estrategias que han sido al final casi idénticas unas
a otras, pero a velocidad lenta, permitiendo que la avalancha les pille cuando
aún no habían cortado del todo la cuerda, y viéndose al final arrastrados a la
caída de la infección y mortalidad. Ahora todos estamos sepultados bajo la
nieve de la avalancha que se nos vino encima, y con las cuerdas que nos unían
cortadas o, en todo caso, muy debilitadas. En este escenario, que parece el
peor de los posibles, cunde el miedo entre cada una de las naciones y la
tentación de actuar por libre, lo que puede agravar los problemas globales e
individuales. Deberemos aprender mucho de todo esto pero, también, reconstruir
las cuerdas ahora rotas.
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