Las instituciones,
sean o no gobierno, no pertenecen a ningún partido político, n se encuentran a
su servicio, sino que son de la nación, de los ciudadanos que la componen, y es
a su servicio al que están. Las instituciones permuten que la democracia funcione
de manera efectiva, mal o bien, mejor o peor, pero que exista. Si las
instituciones se convierten en herramienta de partido, tomada al asalto, se
vuelven inútiles como tales, se vician, y lo que es peor, destruyen el tejido
democrático que les da sentido. Se corrompen en el sentido más profundo del
término y no son nada más que carcasas vacías, formas huecas, falsas
representaciones. Están podridas.
Esta crisis del
coronavirus ofrece varios ejemplos de cómo una institución puede ser debilitada
hasta el extremo por parte de los políticos que, con un usufructo temporal de
la misma gracias a su victoria electoral, usan de las mismas para su beneficio
propio. El ejemplo más absoluto, brillante y salvaje es el de la presidencia de
los EEUU, en manos desde hace cuatro años de un personaje como Trump, que
encarna casi todos los valores negativos que uno pueda imaginarse. A lo largo
de los pocos meses que llevamos de crisis sanitaria Trump ha mostrado ante la
misma el mismo comportamiento que ha llevado a cabo con todos los problemas que
han pasado por delante de su mesa. Su único objetivo es él mismo, su
supervivencia política, y nada más importa, sea aliados internacionales,
acuerdos comerciales, derechos civiles y, por supuesto, la vida de sus
compatriotas, cosa que le trae bastante al pairo. Fue uno de los negacionistas
de la enfermedad, minimizándola por completo hasta hace apenas unas semanas,
negando que fuera grave, y haciendo declaraciones que sonrojaban por su grado
de altanería en las que afirmaba que el virus se iría en primavera como un
milagro y que no era más que una gripe común cuando en Italia ya morían a
decenas cada día. Cuando la situación empezó a ponerse fea, hace apenas unas
semanas, Trump ordenó el cierre de fronteras pero seguía con el discurso de
minimizar el problema y asegurar que la economía era prioritaria, y que no se
podía cerrar el país ante algo tan nimio como esto. Mientras sus asesores
científicos asistían a las ruedas de prensa con cara de desear ser tragados por
un agujero negro, Trump soltaba discursos vacíos de inconsciencia absoluta.
Cuando las muertes se dispararon en Nueva York y el gobernador del estado,
Andrew Como, se convirtió en la voz de la sensatez ante la ciudadanía asustada
Trump viró, de un día para otro, recomendando el aislamiento personal, pero sin
decretar el cierre federal del país. Ahora, con las muertes disparadas en el
país y el desempleo creciendo a pasos agigantados, Trump vuelve a mentir, y
empieza a relatar una historia sobre las miles de víctimas que se han salvado
gracias a las medidas que él tomó a tiempo, historia que no sólo es falsa, sino
también cruel. A su estilo pendenciero, Trump empieza a señalar en otros a
culpables de su propia inutilidad, para salvarse como sea ante el desastre,
cosa que es lo único que le ha preocupado a lo largo del mandato y es lo que le
obsesiona ahora mismo. Trump, con su actitud, ha destrozado gran parte del
prestigio de esa institución denominada “presidencia de los EEUU”, o de una
manera figurada, ha manchado la Casa Blanca con su actuación. Su paso en el
poder será temporal, renueve mandato o no, pero el daño que ha hecho a la
imagen de su país y a la honorabilidad de sus instituciones será mucho más
duradero y peligroso.
A escala, cada uno
desde el poder trata, con las herramientas que tiene a su alcance, de hacer
manipulaciones similares para salvar su imagen. En España, el gobierno de
Sánchez cogió un CIS que estaba siempre cuestionado por la oposición de turno y
lo ha convertido en una baronía más al servicio del PSOE, destruyendo por
completo la fiabilidad de sus pronósticos y las series históricas, y todo para
loar la figura del presidente y su actitud. El
de ayer fue el último ejemplo, quizás el más intenso, de la bochornosa
manipulación de esta pobre institución. Si un partido en el gobierno retuitea
sin cesar porcentajes sesgados a la búlgara de lo que el encuestador del
gobierno ha cocinado hasta agotar toda la levadura posible nada más hace falta
añadir sobre el descrédito total en el que ha caído el cocinero y su
restaurante.
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