El segundo mantra que
dominó el discurso de Sánchez del domingo fue el de la necesidad de un gran
pacto para lo que llamó postguerra tras el coronavirus, que no va a tener forma
de crisis económica ni de recesión, sino de grandiosa depresión. Hizo
apelaciones a la unidad de todas las formaciones políticas y solicitó una
desescalada verbal entre los partidos para afrontar juntos no ya lo que ahora
vivimos, sino lo que nos espera en un futuro no muy lejano cuando, lo admita el
gobierno o no, gran parte del tejido productivo nacional esté, simplemente,
arrasado.
Este mensaje,
correcto, contrasta notablemente con lo que pudimos ver en la sesión del Congreso
de este pasado jueves con motivo de la convalidación del decreto de prórroga
del estado de alarma. Bueno, la verdad es que tengo que cambiar la forma verbal
de la frase anterior, mejor que ponga “se pudo ver” porque yo me negué a verla.
No la vi para evitar contemplar un patético espectáculo de enfrentamiento
cruzado entre todas las formaciones políticas, PSOE y PP a la cabeza,
atizándose por boca de sus portavoces de una manera desaforada. La sesión
escenificó, otra vez, la profunda división política que nos aqueja, en la que
esta crisis actúa como una mera escusa para echarse los muertos unos a otros y
servir, como siempre, para tratar de sacar rédito de un desastre en beneficio
muy particular. Las intervenciones de los portavoces del PP y PSOE fueron, sí,
repugnantes, pero es que comparadas con las de los grupos de Podemos, ERC y Vox
resultaron hasta soportables. Mientras una parte inmensa de la sociedad
española se desvive para tratar de salvar enfermos sin apenas medios o se
mantiene encerrada en casa con una disciplina encomiable, los presuntos
representantes de esa ciudadanía no dejan de hacer cálculos oscuros de cuántos
votos pueden ganar o perder en función de lo mal que lo haya hecho el gobierno
regional de una CCAA o del nacional, cuando estamos en una situación en la que
todas las administraciones, todas, repítalo conmigo una vez más, todas, han
fracasado, cada una en su ámbito y con la dimensión que le corresponde, y la
prueba es que, a día de hoy España sigue siendo el país del mundo más afectado,
con el mayor ratio de infectados y fallecidos por millón de habitantes.
Encabezamos una macabra estadística que ninguna formación política quiere ver
desde el lugar en el que posee competencias de gobierno y todas exhiben con
pudor desde los bancos que ocupan como oposición. Esa sociedad civil desea un
pacto colectivo, porque lo vive como tal, porque para ella la división sectaria
que se ve en el vomitivo twitter de los partidos políticos no existe, pero
vuelve a mirar a sus representantes e instituciones y encuentra una bilis que
es más profunda que el propio virus y, aunque menos mortal, no menos
infecciosa. Pasear un rato por twitter estos días y buscar algo en las redes
sociales de los partidos es asistir a un infecto paisaje de insultos, chistes
zafios, acusaciones y rencores que los hacen similares a lo que debe ser los
mensajes que se crucen bandas rivales de traficantes que luchan por hacerse el
control de una ciudad. No se citan en oscuras esquinas para dispararse balazos,
pero se parapetan en la distancia virtual para atizarse, y de mientras algunos
de sus líderes lanzan mensajes conciliadores a la galería, sus subalternos
insultan sin cesar, acusan de todo al contrario y desean, aunque no lo digan,
que los muertos les sean rentables a ellos y castigadores al contrario. Y así
estamos.
¿Es posible, por
tanto, un pacto? Ojalá, pero del párrafo anterior podrán calcular mi optimismo
al respecto. Antes de que este desastre apareciera en nuestras vidas repetía a
todo el mundo que sólo un gobierno de unidad PSOE PP podría sacar al país del atolladero
y liberarlo de la dependencia de extrema izquierda, derecha y nacionalistas.
Ahora la necesidad de ese gobierno de concentración es ineludible, pero veo a
cada partido con su máquina de estimar votos, con sus periodistas a sueldo
construyendo relatos para invertir sus culpas y sus militantes más fervorosos
siguiendo las infantiles consignas que salen de sus sedes, y así no hay nada
que hacer.
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