jueves, abril 02, 2020

Un viaje en metro con coronavirus


He tenido que venir a la oficina para poder coger algún dispositivo con objeto de mejorar la conexión desde casa, por lo que este artículo de hoy lo escribo desde mi puesto de trabajo, desde el ordenador de siempre y en la oficina de siempre, una oficina que está tan vacía como cuando suelo llegar los días normales de trabajo, pero con la conciencia de que hoy no se va a llenar mucho más, de que casi nadie más aparecerá por aquí, ni en la planta ni en el resto del edifico, y que en pocas horas reemprenderé el viaje de vuelta a casa, porque no tiene mucho sentido que esté aquí, en medio de un buque fantasma.

He venido en metro, en un viaje lúgubre que transmitía malas sensaciones. No era lúgubre en el sentido físico, porque todas las luces de andenes y vagones funcionaban correctamente, sino en el emocional, si me lo permiten. Ha sido un viaje de poquísimas personas, con una o como mucho dos, sentadas en los asientos de cuatro plazas, cada una en una esquina de los mismos, con unas bajas frecuencias de paso pero poquísimas personas en cada estación, con vagones en los que si uno miraba al fondo, en convoyes de los que se ve toda la longitud del tren, se percibían piernas de gente sentada desordenadas, a distancia, pero a casi nadie se le veía de pies a lo largo de los vagones. Un viaje en completo silencio, en el que apenas una pareja, en un andén en el segundo intercambio, se estaba diciendo unas palabras a través de sus mascarillas, pero son que ninguna otra voz haya roto el silencio en ningún momento. Sólo el ruido de los trenes en marcha, el pitido de las puertas al abrirse o cerrarse y el de las escaleras mecánicas en movimiento. Ausencia total de sonidos humanos, nada expresábamos los muy pocos que por ahí abajo andábamos. Todos, casi, con miradas al suelo, perdidas, olvidadas, esquivas, las mismas que veo cada vez que voy al supermercado a comprar, cosa que tendré que hacer esta tarde. Sensación de recelo, de desconfianza mutua entre sujetos que no se conocen y temen, que se miran a distancia y se esconden, en su inmensa mayoría, bajo mascarillas de todo tipo y forma, que aportan al rostro un aspecto que está más cercano al del burka opresor que al libre habitual. Guantes variados eran portados por la gran mayoría de los pocos viajeros, en tonos mayoritariamente azules, pero he visto unos naranjas que eran muy llamativos, de textura plástica, como la mayoría. El uniforme para salir a la calle ha mutado en apenas unas semanas, y los dictados horteras de la moda han sido sustituidos por la practicidad del atuendo de batalla y los complementos de profilaxis. No me he fijado mucho en los pelos de la gente, que ya no pueden visitar peluquerías ni otros locales de acomodo, como tampoco me fijo mucho en los míos, pero resulta llamativo como la cuestión de la estética ha sido barrida del mapa en una época en la que nada de lo que se hace ante los demás tiene sentido en la calle, dado que no hay demás que nos observen. Si el metro es un lugar de marabuntas y personajes, un mundo paralelo al de la superficie, ahora mismo languidece en un estado comatoso, habitado por sombras que corren raudas a su destino, que no se paran en ninguna parte, que con nadie viajan y a nadie acompañan, y que son los más parecido a espectros. La pandemia ha trastocado las vidas de todos, y alterado rutinas y formas vitales que parecían eternas, y la vida subterránea es una de ellas.

Se abren las puertas del vagón al llegar a mi estación. Apenas salimos una decena de personas, frente a la marabunta que habitualmente se agolparía para poder abandonar el tren, y nos dirigimos a las escaleras mecánicas recelosos, guardando una distancia de seguridad entre todos bastante superior al mítico metro y medio, sin que nadie nos la imponga mediante altavoces o vigilancia. La escalera sube con poquísimas personas que nada hacen, dicen o transmiten. Camino unos pasos por el túnel y salgo a la calle, a la inmensa avenida en la que está el edificio de mi trabajo, y el bullicio habitual ha sido suplantado por el mismo silencio y vacío que dominaba el subterráneo. Cruzo carriles sin tráfico y llego a la entrada. No me cruzo con nadie en la calle.

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