Ayer
por la noche, tras pasar su primer día hospitalizado, Boris Johnson fue ingresado
en la UCI del hospital St Thomas de Londres, que si no me falla la memoria
está en la orilla sur del Támesis, casi en frente a las casas del parlamento de
Westminster. Johnson hizo público su positivo hace más de una semana y desde
entonces permanecía en aislamiento domiciliario, grabando cada día unos vídeos
en los que relataba sus medidas ante la crisis y mostraba un creciente mal
estado, en forma de ojeras, voz ronca y pelambrera aún más despeinada si cabe.
Cuando empezó esta
crisis y las cifra en Italia y España empezaban a ser demoledoras Johnson optó
por una vía alternativa para luchar contra la pandemia que fue muy comentada en
su momento. Asesorado por algunos científicos locales, y buscando mantener en
lo posible la viabilidad de la economía británica durante un máximo tiempo,
optó por la teoría de la inmunidad de grupo. Le comentaron, y esto es verdad, que
la mayor parte de los que sufren la enfermedad son asintomáticos o leves, por
lo que puedes dejar que esta se extienda entre la población que la va a sufrir
con menores efectos, manteniendo a los grupos de riesgo, principalmente los
mayores, a resguardo, de tal manera que cuando la mayor parte de la población pase
la enfermedad y ya no pueda transmitirla se convertirán en barrera e impedirán
que el virus ataque a los que le puede suponer un riesgo mayor. Digamos, si
todos los hijos y nietos de un abuelo pasan el virus y se recuperan, tras ello
pueden estar junto al abuelo sin riesgo de contagiarle, y ese grupo de curados
es lo que defiende al abuelo de ser infectado. No suena mal, y de hecho es el
principio en el que se basa la vacunación, dado que si un elevado porcentaje de
la población está vacunada se convierte en no transmisores del virus y actúa
como si estuviera “recluido” de cara a impedir contagios. El problema que tiene
esta teoría ante una enfermedad nueva como la que vivimos es que debe luchar
contra el miedo que lo desconocido impone al conjunto de la sociedad y requiere
una enorme disciplina social para llevarla a cabo, tanto en lo que hace a la
separación de los grupos de riesgo como a la asunción de las posibles bajas que
se produzcan entre la población catalogada como no de riesgo, donde ese “no” es
relativo. Sociedades pequeñas y disciplinadas pueden llevar a cabo experimentos
de este tipo. Pendemos en una isla como Islandia, con apenas trescientos mil
habitantes, allí es posible actuar de una manera diferente y buscar esa inmunidad
de grupo si se detecta la expansión del virus, pero plantear eso en los países
europeos, con millones de personas, y poseedores de urbes como Londres, con
nueve millones de habitantes, es prácticamente imposible. A medida que nosotros
nos adentrábamos en el agujero negro de la epidemia Johnson seguía fiel a su
teoría y el Reino Unido era atrapado por la infección de manera silenciosa,
como lo han sido el resto de los países. Las restricciones de movilidad allí
eran escasas y todo se basaba en recomendaciones y consejos que apelaban a una
responsabilidad social que, en la práctica, es difícil de ejecutar si no se
impone.
A
resueltas de todo esto, Reino Unido perdió un par de semana de ventaja en la
expansión del virus, las que llevaba respecto a nosotros, al igual que nosotros
las perdimos respecto a Italia. Si cuando España cerró se hubieran cerrado las
islas es casi seguro que su mortalidad hubiera sido mucho más baja, pero no se
hizo. Transcurrido el tiempo de rigor, y ante modelos que cifraban las víctimas
estimadas en varios de miles, Johnson dio un volantazo en su estrategia y
apostó por el confinamiento duro, como todos los demás. Y no muchos días
después comunicó que estaba enfermo. Desde aquí, como para todos los que
padecen este mal, mi deseo de pronta recuperación. Todo esto es una constante
fuente de dolor, en todas partes.
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