viernes, junio 24, 2022

Graduación en ruinas

Hoy termina el curso escolar en todos aquellos lugares donde aún no lo haya hecho. Pistoletazo de salida para las largas vacaciones de verano, que parecían infinitas cuando éramos unos críos, quizás porque realmente lo eran. Una de las cosas que hemos importado de los EEUU son las ceremonias de graduación, esas fiestas de fin de curso en las que se entregan diplomas, se viste de gala, se celebran festejos y no pocos chavales entonan su primera cogorza y, quizás, encuentren el amor como una profunda novedad de sus vidas. En mi época, parezco un abuelo al decir esto, no había ceremonias similares ni al terminar la universidad, nunca hubo fiestas del encantamiento bajo el mar ni nada parecido. De amor mejor no hablemos

También se acaba el curso en Ucrania, curso que empezó con miedo y sombras ante un futuro incierto y que termina en medio de los bombardeos tras cuatro meses de guerra, comenzada el maldito 24 de febrero. La zona este del país está arrasada y el resto vive en vilo. Son incontables las instalaciones educativas que han quedado inutilizadas por los ataques rusos o, simplemente, se han utilizado para otros fines ante la falta de recursos y lugares donde, pongamos, acoger refugiados, distribuir provisiones o cosas por el estilo. Los chavales menores de edad no tienen que ir al frente, por lo que habrán intentado seguir con sus estudios, pero sus padres y profesores sí deben luchar, así que nada habrá sido como antes. Es difícil saber cómo intentar mantener rutinas en un lugar como un colegio cuando sabes que quien hasta hace unas semanas te explicaba algo en la pizarra ahora está jugándose la vida para que la tuya propia pueda seguir existiendo, impidiendo el avance de las tropas rusas. Si una escuela es un lugar en el que se busca dar respuesta a algunas preguntas (y sí, también el espacio en el que no debieran de dejar de surgir nuevas preguntas) supongo que las clases habrán quedado convertidas en obligaciones secundarias ante las inquietudes de los chavales, más cercanas al dolor de la realidad cuanto mayores sean, que las profesoras y el resto de personal que se ha quedado con ellos podrá hacer frente sin tener garantía alguna. El curso habrá quedado inevitablemente roto, y eso, claro, en las zonas occidentales donde se haya podido mantener. En el este del país clases enteras yacerán ahora mismo bajo tierra, sueños y futuros sepultados en medio de la devastación. Pero los que aún pueden estudiar tratan de rebelarse contra su destino y, aunque sea mediante gestos, mostrar resistencia ante el invasor. Hace unos días se pudo ver una iniciativa fotográfica en la que alumnos ucranianos de distintas localidades y edades posan en sus actos de graduación. Lucen bandas birretes, vestidos apañados. No lo hacen en grandes grupos, sino en solitario o en parejas o pequeñas formaciones. Lo más relevante es que no posan en plácidas praderas con pérgolas de flores en las afueras de sus instalaciones educativas, no. Se han ido a lo que hasta hace unos meses fueron barrios y lugares comunes de sus ciudades y pueblos, y ahora son montañas de escombros, ruinas y cascotes. Posan en la segunda planta de un edificio de apartamentos que está reventado, que da miedo sólo de ver, en el que faltan la mayor parte de las paredes y uno teme que sólo el hecho de acceder para sacar las imágenes sea un riesgo existencial para los que a ese lugar han entrado. Tres o cuatro chicos se muestran sobre las destruidas torretas de un par de tanques rusos que, como animales prehistóricos, yacen en unas calles rotas y sucias. Sobre ellos los estudiantes parecen tomar posesión de la chatarra que pisan, que ya no será capaz de disparar a nadie. Un grupo de chicas posa desfilando, con banda y vestidos, delante de un edificio carcomido por disparos, que fue testigo del horror, y que ahora permanece mudo e incapaz de responder ante la belleza y futuro que ante él transita.

Las imágenes son duras, chocantes, chirrían, impiden que uno se quede indiferente ante ellas. Generan preguntas sobre el gusto de la iniciativa, sobre su utilidad, pero más allá de cuestiones que a los apoltronados que vivimos en medio de las comodidades ajenas a una guerra nos puedan suscitar, muestran la crueldad diaria de lo que esos chavales viven, y el estado en el que está quedando parte de su país, cada día una parte mayor. Esos críos que ahora posan, sobre todo ellos, se han librado de ir al frente por unos pocos años, pero el frente ha llegado hasta ellos, y han decidido no esconderse. Su valentía está clara, también su determinación de resistir. En ellos, lo peor es que sólo en ellos, está nuestra propia esperanza para saber lo que sucederá con el devenir de la guerra. En septiembre empezará un nuevo curso, pero me temo que los combates continuarán, y quizás algunos de los que ayer posaron no puedan ya nunca volver a las aulas.

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