Lo único que tengo que agradecer a estas alturas al capullo de Putin es que él es mucho más claro y sincero que los mariachis que en nuestras sociedades tratan de salvar la cara a su régimen despótico. Seguimos viviendo en un debate en el que no pocos tratan de justificar, que es distinto de explicar, el por qué Rusia ha lanzado una guerra de exterminio en el este y se dedica a destruir Ucrania, arrasarla y aniquilar a su población. Extraños complejos del pasado, visiones que mezclan la chatarra soviética con la falsa progresía, un presunto pensamiento que se dice de izquierdas y, en general, una ensalada ideológica tóxica, permiten que, reitero, no pocos, cubran las espaldas a los causantes de la masacre que ahora se vive en el este de Europa.
Afortunadamente el propio Vladimiro se basta y sobra para dejar claro cuáles son sus pensamientos profundos y lo que quiere no sólo con esta guerra, sino con toda la política que ha desarrollado desde que está en el poder. Más allá del robo y saqueo sin piedad de la economía de su nación, donde el “su” adquiere todo el significado posible, Putin sigue movido por el recuerdo de las viejas glorias del pasado. El poderío imperial soviético o zarista para él son lo mismo, y la cosa no va de comunismo o de ideologías carcasa que cubran el pensamiento, como estamos acostumbrados a trabajar en occidente. No, no, no. Se trata de una mera cuestión de supremacismo, de racismo, de creencia en la superioridad de unos sobre otros, de los eslavos rusos respecto al resto de eslavos (y de todos los demás mortales, aunque Putin no lo diga). Lo que cree Vladimiro es lo mismo que creyó Hitler en los años treinta, o los etarras en los ochenta, o Puigdemont en 2017, o católicos y protestantes irlandeses, o tantos y tantos ejemplos que se pueden listar en una cadena de aberraciones. Cada uno de ellos estaba dominado por la idea de que él, su pueblo, su nación, los suyos, los que ellos decidían que eran los suyos, eran superiores a los demás, que como tales tenían derechos que los demás no podían compartir ni siquiera anhelar, y que se debían utilizar todos los instrumentos al alcance de la mano para ejercer esos presuntos derechos. Y la violencia es uno de los instrumentos posibles. El process de Puigdemont derivó en graves algaradas, pero afortunadamente su rama violenta no llegó a más. El nacionalismo xenófobo vasco se dotó de un brazo armado que se dedicó a secuestrar, matar y extorsionar en pos de una Euskadi liberada en la que los puros de Rh negativo y ocho apellidos vivieran en su arcadia feliz, liberados de maquetos y demás impuros. Huelga decir que este tipo de ideas son aberrantes, además de falsas, pero en manos poderosas se convierten en los mayores peligros que la historia moderna ha sido capaz de desarrollar. Combinan la toxicidad de una visión restringida de la humanidad con un mesianismo que no conoce límites y una fe absoluta, y esa es una receta perfecta para el desastre. Obviamente no es lo mismo que unas ideas de este tipo estén en manos de sujetos burgueses catalanes que en la de pistoleros vascos, y menos en, pongamos, milicias de corte islámico. Pero desde luego, cuando estos pensamientos alcanzan el poder de un estado y sus recursos militares asociados pueden llegar a desencadenar desastres de enormes proporciones. El mayor de los conocidos se llama II Guerra Mundial, pero tenemos otros ejemplos locales, como la guerra de Ruanda en los noventa, o las acciones del DASH hace pocos años en Siria, donde grupos que detentan el poder y el control de una fuerza militar profesional se dedican al puro exterminio de una población por el hecho de considerarla no sólo enemiga, sino digna de ser eliminada por su inferioridad respecto a los atacantes. El concepto de Genocidio, creado a partir de los crímenes nazis de la II Guerra Mundial, engloba una categoría de delitos que escapan a los que normalmente, con una enorme frivolidad, calificamos con esa palabra tan seria. Genocidio no es lo que se da en el conflicto árabe israelí, aunque aquello sea una situación seria, grave y denunciable. Genocidio sí es lo que DAESH practicó en los territorios que conquistó en Siria e Irak.
Y genocidio puede ser lo que Rusia está desarrollando en algunas de las áreas conquistadas en el este de Ucrania. Amparado en su imagen de volver a ser el zar de todas las rusias, Putin no va a cesar en su campaña militar, de conquista y arrasamiento, hasta que vea saciadas sus ansias no sólo de conquista, sino de pura limpieza, entendida como erradicación de las poblaciones que considera inferiores. Se ve como el restaurador de los territorios ancestrales, como el portador de la corona imperial que estaba vacante y ha vuelto para hacerse otra vez con la Gran Rusia que nunca debió dejar de existir. Y pese a ello, aún habrá palmeros entre nosotros, de vida extremadamente acomodada, que le rían las gracias y traten de justificarlo. Colaboracionistas se les llamó en el pasado.
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