jueves, junio 02, 2022

Tartazo en el Louvre

Se supone que lo que pasó en París el sábado pasado fue un presunto evento deportivo, aunque sobre todo fue otra exhibición de prepotencia por parte de un grupo de millonarios que se juntaron para forrarse más. ¿Por qué lo llaman deporte cuando quieren decir negocio? En todo caso me da igual lo que pasara en el presunto terreno de juego, lo relevante fueron los serios incidentes que se vivieron antes y después, fruto de una mala planificación organizadora y una evidente falta de personal de seguridad ante un acto que, siempre, tiene violencia de fondo. La capacidad francesa para organizar eventos quedó muy en entredicho, y no me imagino lo que se estaría diciendo de España si en nuestro país sucede algo similar.

Y ese mismo fin de semana, en el centro absoluto de París, alguien lanzó una tarta sobre el cuadro de La Gioconda, que se expone en el Louvre. Blindado hasta el extremo, y protegido por capas de blindaje, el cuadro no sufrió desperfecto alguno, pero se volvió a evidenciar que la seguridad del museo tiene un problema y de que, en su conjunto, el Louvre es un circo que gira en torno a un retrato que, la verdad, no es gran cosa. Tuve la oportunidad de verlo durante mi primera visita a la capital francesa, creo que fue en 2017, y desde luego ese cuadro es lo menos espectacular de la sala que lo acoge, faustuosa, en un palacio asombroso en el que riadas de turistas acuden a ver las tres o cuatro obras obligadas y colapsan esos puntos, dejando el resto bastante tranquilos. La sala que acoge a la Mona Lisa es enormes, altísima, un ejercicio de arquitectura palaciega digno de todo elogio en el que se exponen otras obras de gran formato y valor, que son las que los turistas ven, porque casi todos los que allí se encuentran dan la espalda a la Gioconda para hacerse autofotos con el móvil. Estuve un cierto tiempo en esa sala no viendo las obras, sino contemplando el espectáculo de las masas que entraban y salían como si de una estación de metro se tratase en hora punta y que no hacían caso alguno del recinto en el que se encontraban ni de las obras que allí se exponían. El objetivo casi absoluto de todos ellos era hacerse el selfie para llevarse a Leonardo y su amiguita a casa. Viendo eso ponía en contraste algunas escenas de los pasillos del Prado, museo de bastante mayor calidad pictórica que el Louvre, que prohíbe hacer fotos, y que es cierto que no soporta avalanchas de turistas tan exageradas como el museo parisino, pero en el que no se ven espectáculos tan extravagantes y absurdos como los que se dan en algunas de las salas del palacio parisino. Me da la sensación de que, tras el final práctico de la pandemia, este verano volveremos a ver las interminables colas en los museos, tan necesarias para garantizar su financiación como complicadas para gestionar unas visitas que permitan conocerlos en condiciones, y nos enfrentaremos otra vez a la polémica de aquellos que critican esa masificación frente a los que la defienden. Es un problema de difícil solución, porque sólo hay dos vías efectivas para hacer que unas salas de exposición que soportan una altísima demanda no se colapsen; o se limita el número de entradas que se vende al día, asignando cupos por horas o se mantiene la venta libre y se dispara su precio hasta que la demanda se ajusta a los volúmenes que se consideren convenientes. En ambos casos se está impidiendo, de una manera más injusta en el segundo, que alguien que quiere ver la obra pueda hacerlo, y el derecho de ver una obra de arte es algo que lo tenemos todos, no sólo los que consideran que saben o creen que tienen un privilegio frente a otros. Cuando el turismo era algo muy caro y sólo lo practicaban los pudientes no había problemas de este tipo, y esos tiempos siguen siendo añorados por aquellos que tenían al alcance el privilegio de viajar y acceder al arte. Democratizar la cultura implica que mucha más gente puede llegar a lugares donde el espacio no es de goma, y las paredes no se pueden anchar, ni los cuadros expandir.

En todo caso, estos problemas, que lo son, no tienen relación nuevamente con la gestión de seguridad que falla al permitir que alguien pueda acceder a las salas con objetos como un pastel, que es tentador para degustar y, visto lo visto, arrojar. Los gestores del museo parisino, que tienen una joya entre sus manos, en la que la Gioconda es de lo que menos valor posee, tienen que ponerse las pilas para mejorar muchas cosas, y nuevamente el Prado, o el Thyssen, sin ir más lejos, son museos en los que la sensación de seguridad y el control de aforos es algo que parecer estar bastante más organizado. Y en ambos está prohibido hacer fotografías, quizás para evitar marabuntas ensimismadas de adictos al selfie.

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