Siempre llega un día en el verano madrileño en el que la vida se pone cuesta arriba, y uno descubre que el concepto de calor alcanza dimensiones y significados que no esperaba. Suele ser allá por Julio, en los veranos normales, cuando tras algunos avisos, episodios de dos o tres días que pueden empezar en Mayo, se produce una ola, un tren de días que todo lo aplasta, con sus noches en las que la única diferencia es la iluminación, no la temperatura. Este año 2022 el aviso que tuvimos a finales de Mayo ya fue de los serios, anticipo de un trimestre que se preveía más cálido de lo normal. Junio empezó con temperaturas en la media, pero ha decidido pisar el acelerador, y se le ha ido de la mano.
Las olas de calor del verano avanzado tienen la ventaja de que algunos pueden librarse de ellas. Desde luego es el caso de las de agosto, en las que muchos están fuera de la ciudad, pero en Julio también los hay de vacaciones, y en ambos meses los críos están ausentes de los colegios, y eso da respiro a familias y a centros escolares, habitualmente no preparados para los calores extremos, pero Junio o Septiembre, que alguna vez también ha sido escenario de máximas de 40 grados, son meses traidores para el calor, pillan a casi todo el mundo en su trabajo, haciendo exámenes, organizando futuras vacaciones, rematando cosas, y el efecto que producen es mucho mayor. En la ola de estos días, que va a durar casi una semana, con casi 40 grados todos los días y noches espectaculares en las que hace bastante más calor que de día en verano en mi pueblo, llega un momento en el que el urbanita no es capaz de escapar de la sensación de haberse metido en el tren de secado de un lavadero de coches, o en la zona de plancha de una tintorería. El aire caliente lo rodea todo y consigue hacerse dueño y señor de espacios exteriores y del interior de los hogares, que no encuentran respiro. Apenas a eso de las seis de la mañana corre una cierta brisa, que no lo es tal, pero que así se le llama en comparación a lo que luego surgirá del infierno reinante, y es el momento en el que se aprovechan para levantar persianas y tratar de que algo de ventilación pase por la casa. Como dormir es un sueño imposible con estos calores casi todo el mundo está despierto a esas horas, tenga que levantarse para ir a alguna parte o no, por lo que el ejercicio de persianas y ventanas se da por todas partes. No tiene sentido hacerlo, como pensaría uno, cuando se pone el sol, porque eso es muy muy tarde, y poco antes de que nuestra estrella se oculte las temperaturas no es que caigan, sino que en algunas partes repuntan. El asfalto y los edificios, sometidos a la invasión de radiación durante toda la jornada, empiezan a soltar parte de ese calor al ponerse el día y hay zonas en las que la sensación a las, pongamos, once de la noche, es aún más aplastante de lo que pueda ser al mediodía. Y más absurda. Miras a un cielo oscuro, pero te da la sensación de que brilla, porque la ciudad, como si fuera una barra de acero recalentada salida del alto horno, emite calor y luz, y ese efecto, que sólo está en tu cabeza pero sí sientes en la piel, te lleva a pensar que esta será otra noche dura, otra en la que dormir, descansar, será algo ajeno a tu experiencia. Te tumbas en la cama con casi nada puesto encima, con nada de mantas y, quizás, para disimular, una sábana, y esperas quieto a que algo de sueño te entre y notes, infinitesimalmente, una corriente que mueva el aire estancado de tu hogar. En mi barrio tengo la fortuna de tener árboles cerca y no carreteras, por lo que el ruido con las ventanas abiertas es escaso y no perturba, pero aun así el momento de meterse en la cama pasa a ser de trance, empezando por el mismo hecho de que, con este calor, no hay cama en la que meterse, sino colchón sobre el que tirarse. Y no, no es lo mismo.
Esta tempranera y dura ola de calor, extraordinaria por varios aspectos, ha venido también acompañada por la calima, la enésima intrusión de polvo sahariano que se da este año, un fenómeno cada vez más corriente y que, en dosis leves, contribuye a generar amaneceres y atardeceres algo sucios, pero propicios para la contemplación de rayos crepusculares y tonalidades curiosas. En altas dosis, como las que se vivieron hace meses o, sin llegar a tanto, las de estos días, el polvo aporta su literal granito de arena al proceso de asfixia que se sufre bajo el calor. La imagen de la ciudad a media tarde, contemplada desde mi oficina, no es distópica, para no abusar del término, pero sí bastante sucia y muy poco apetecible. Al verla ayer pensaba que no debiéramos llevarnos tan mal con Rabat o Argel, tenemos estos días un tiempo muy similar en las tres capitales, igual de duro.
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