La previsión indicaba lluvia para ayer en Madrid, con posibilidad de chubascos fuertes y significativos acumulados de precipitación a lo largo de toda la jornada. Ya por la noche, antes de levantarme, escuchaba al agua golpeando las persianas de la habitación, con cierta saña en algunos momentos, en lo que era el preludio de un día de inmensa lluvia, sostenida, continuada, que apenas dio tregua y acumuló algo más de 100 litros por metro cuadrado en la centenaria estación del Retiro, batiendo su récord absoluto. Nunca, desde que hay registros, ha llovido tanto en Madrid en un día. Ayer fue un día histórico en la ciudad.
La ventaja de estar todo el día trabajando es que uno contempla las inclemencias del tiempo a resguardo y no las sufre, porque estar agazapado aquí, delante del ordenador, haciendo tareas, permite mirar de vez en cuando por la ventana y ver el paisaje desde la privilegiada atalaya que me ha tocado en suerte. Ayer, la verdad, una miraba pero no veía. Las nubes estaban más o menos pegadas al suelo, pero perennes. En ocasiones levantaban un poco y, aunque seguía todo oscuro, se podían distinguir los edificios vecinos y las calles, pero cuando se ponía en formato niebla, con todas las nubes pegadas, nada se distinguía, solo que la lluvia seguía con una intensidad variable, pero que no aflojaba. Tratando de ver las grandes calles y rotondas del barrio en el que está la oficina uno contemplaba filas enormes de coches que, aunque fuese muy de día, iban con todas las luces puestas y ofrecían una imagen de noche perpetua, porque el blanco y rojo de sus pilotos era lo que más se distinguía sobre un asfalto negro y constantemente rociado por la lluvia. El atasco era considerable, y si uno se fijaba en él una hora después pareciera como que la escena fuese idéntica. Se suponía que los sufridos atrapados ahí abajo eran otros, pero la estética, la acumulación de vehículos, la sensación de que estaban atrapados sin solución era constante. A partir del mediodía la intensidad de la lluvia fue a más, y lo cierto es que, aunque ya por la mañana soplaba viento, el golpe de fuerza que cogió al superar las dos o tres de la tarde fue realmente espectacular, y lo de mirar por la ventana se convirtió directamente en algo imposible. Bueno, uno podía acercarse al cristal, pero nada veía. La sensación me recordaba a eso de mirar el tambor de una lavadora mientras gira, con el agua golpeando con fuerza por todas partes y salpicando sin cesar, todo unido a la seguridad de que es la tapa del tambor la que nos separa de ser inundados. Ayer eran las ventanas de la oficina las que jugaban ese papel, con unos cristales totalmente rociados, sin desmayo, sin pausa alguna. A las 16 o 17 horas estar en mi puesto de trabajo era similar a vivir en alta mar, en lo alto del palo mayor. El vendaval era incesante, ululaba pese que las ventanas del trabajo son relativamente nuevas y muy estancas, el agua golpeaba sin cesar, como si todo el edificio o la ciudad hubieran entrado en un tren de lavado. El suelo apenas se atisbaba entre cortinas de agua que caían como si no hubiera fin. Poco, pero mediante un giro en su parte central, se pueden abrir nuestras ventanas, de tal manera que en la parte de abajo puede abrirse un hueco poco más ancho que el grosor de un brazo. Un par de veces intenté abrirlas con el único objeto de comprobar la sensación que se vivía en la calle, el ruido del temporal escuchado sin el filtro del doble acristalamiento que me aislaba de la realidad, y cuando se liberaba el perno que cierra la ventana y empujaba bastaba apenas una mínima rendija de espacio abierto para que el ruido y la furia del agua arremolinada dieran miedo. No pasé de la rendija en mis dos intentos, y me conformé con mirar de vez en cuando el centrifugado, sin ser consciente de mucho más.
A medida que avanzaba la tarde veía en noticias y redes como las incidencias por la lluvia crecían, en forma de balsas de agua, atascos, carreteras cortadas, calles con charcos o geiseres, estaciones de metro cerradas en las que había penetrado el agua, árboles caídos, choques de chapa…. El rosario de problemas fue enorme, y causó incomodidades hasta hartar, aunque por fortuna sin que se produjera nada grave. Pensé por un momento la suerte que tuvimos de que ese centenar de litros cayeran en un día, y no en un par de horas como pudo suceder con la DANA que nos rozó en septiembre pero que, afortunadamente, no hizo diana en la capital. Miles de anécdotas habrá hoy para contar de un histórico día de lluvia en Madrid.
Subo el fin de semana a Elorrio y me cojo dos días festivos. Nos leemos el miércoles 25, si todo va bien.
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