El viernes pasado, por la tarde, en compañía de un amigo, fue de espectador a una competición de pádel organizada por un cuerpo de funcionarios de los que más conozco, en el que tenemos amigos y allegados comunes. El evento era una competición de parejas en rondas de tal manera que se iban eliminando hasta llegar a unas semifinales y final, quedando así establecida quién era la pareja ganadora de la competición. Todo en un ambiente distendido, sin protocolos y con más ganas conjuntas de verse y tomar algo tras los partidos casi que la competición en sí. Nunca había visto eso del pádel en vivo y, la verdad, es llamativo.
Sí me había enterado de la fiebre que se vive con ese deporte, que para mi es como una versión rebajada del tenis, ahora que no me oyen los puristas de uno y otro lado. En este modelo la bola te puede venir por delante y por detrás, y es un poco lioso. Para mi, que carezco completamente de coordinación, es lo más parecido a una pesadilla, con una bola en movimiento por todas partes a la que hay que golpear, habilidad que me parece totalmente fuera de mi capacidad y entendimiento. A los pocos minutos de ver los partidos eso se transforma en lo habitual del deporte, algo que absorbe por completo a quienes lo desarrollan y que me resulta algo ajeno, así que empecé a fijarme en el tinglado en el que se desarrollaba la competición. Era una nave industrial en una zona urbana de Madrid algo aparatada, lindando con la M40 por el sureste. El pabellón estaba completamente reconvertido y alojaba una quincena de pistas de este deporte, sino más. Todas ellas estaban ocupadas, y por lo que pude ver menos de la mitad eran por el alquiler del campeonato de mis amigos. Cada partido lo juegan cuatro personas, por lo que entre jugadores y acompañantes allí había bastante gente. A un precio de alquiles de 25 euros la hora y media, por lo que me comentaron suele ser la tarifa habitual, ese pabellón estaba facturando una considerable cantidad de dinero. Cerca de la entrada se situaba la cafetería bar, con unos precios más propios del cogollo urbano de Madrid que de un polígono de las afueras, y su aforo, no pequeño, estaba bastante repleto, por lo que ahí también se generaban ingresos en abundancia. A medida que mis amigos más cercanos jugaban y quedaban eliminados por otros, algunos conocidos por mi, la mayoría no, iban dejando pistas libres, pero por lo que veía, en ningún momento se daba la situación de una pista vacía, un hueco o tiempo muerto. Nuevas parejas de grupos de gente ajenos a nosotros aparecían por allí y llenaban la instalación, en un flujo constante de personas que mantenía el local lleno, el pabellón con un nivel de ruido no elevado, pero constante, y las pelotas en permanente movimiento en cada una de las canchas. A cada minuto que pasaba aquel local generaba rentas que nada tenían que ver con el uso para el que fue construido, pero que mostraban hasta qué punto la reconversión industrial puede deparar sorpresas y llevar las infraestructuras obsoletas a tener una nueva vida totalmente ajena al destino para el que fueron configuradas. A saber qué empresa decidió levantar esa instalación y con qué fin, probablemente más ruidosos, sucio y, en su momento, igualmente rentable. Seguro que quienes lo hicieron no podían imaginar que en el postmoderno mundo de la tercera década del siglo XXI los pelotazos con raquetas extrañas de gente que trabaja en el mundo de la oficina iban a acabar colonizando sus instalaciones y abarrotándolas por completo. Si es que el futuro es un misterio imposible de desvelar, y en lo que hace a los gustos y aficiones humanas, más.
Terminado el torneo, todos nos juntamos en la cafetería del complejo para tomar algo, y pude comprobar que éramos algo menos de la mitad de los presentes en el local, donde había, al menos, un par de grupos numerosos de gente que estaba por allí y otros pequeñitos sueltos. Salí de las instalaciones a eso de las 21 horas, noche cerrada ya, y me fijé en las pistas que se veían desde las cristaleras del bar. Todas ellas seguían ocupadas, completamente, pegando pelotazos constantes y generando dinero. No se cuál sería el horario de la instalación, pero me da que desde que abre hasta que cierra está llena. Sí, lo del pádel es un exitazo y, también, un gran negocio. Dan ganas de buscar pabellones ruinosos y meterse a montar pistas a lo loco.
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