Ayer se cumplió el vigésimo aniversario de los crueles atentados del 11 de Marzo en Madrid, dos décadas que han apaciguado el dolor de la sociedad por la vileza que se vivió aquellos días, pero que siguen recientes en la memoria de las víctimas que sufrieron lo indecible. Ciento noventa y dos fallecidos dejan historias de dolor como para no terminar de contarlas nunca. El hecho de que entonces, y hoy también, las víctimas sean despreciadas por los políticos, que las vieron en su momento como útiles a sus intereses, centrados en mantenerse o acceder al poder, lo condiciona. Y es que el 11M también fue testigo de nuestro fracaso como sociedad. Inapelable.
Quizás fueron esos los días más desagradables que he vivido en Madrid, donde llevaba algo más de año y medio residiendo, en lo que iba a ser un traslado temporal por trabajo en contra de mi voluntad para acabar siendo mi lugar habitual de residencia y vida. Fueron distintos a los días del encierro por la pandemia, también marcados por el dolor y el miedo, pero no por la indignación, porque no había culpables en la pandemia, no existía alguien a quien achacar la culpa. No hay intelecto que haga que una proteína se configure de la manera efectiva para que encaje en nuestras células y convierta a un virus inofensivo en un letal visitante. La pandemia, en el sentido existencialista de Camus, era cruel pero absurda. El 11M, fue producto de personas, de inteligencias, de decisiones, de fanáticos yihadistas que planearon una acción cruel y devastadora, que querían causar el mayor daño posible, era un hecho evitable desde el momento en que fue una elección humana el que sucediera. Y eso lo convertía, como todo atentado, en un acto de sadismo que los que lo sufren o vemos desde fuera no llegamos a comprender del todo, por mucho que lo estudiemos. El asesinato, el poner una bomba, la eliminación física de otra persona por unas ideas propias, sean cuales sean, se convierte en una barrea infranqueable para muchos humanos, y es lo que permite que las sociedades sobrevivan, pero son elementos que se ven como naturales para unos pocos, para aquellos para los que su idea de sociedad, de vida, de fe, de lo que sea, está por encima de las vidas de los demás. Salvo en una guerra, donde muchas veces las decisiones de matar o morir están plenamente entrelazadas y se cruzan con las opciones de supervivencia de cada uno de los combatientes, el terrorismo tiene un componente de planificación fría que asusta, que te hace dudar de la consistencia del mundo en el que vives. Semanas antes del 11M había personas dando vueltas por los cercanías de Madrid, a lo mejor coincidí con algunos de ellos, que iban pensando cuál era la manera más óptima de matar, de ser efectivo con las cargas que sabían que dejarían en ese mismo vagón. Estudiaban horarios, recorridos, apuntaban datos, organizaban y preparaban un acto cuyo fin era matar a la máxima cantidad de gente posible. A diario todos y cada uno de nosotros desarrollamos proyectos propios o relacionados con el trabajo que nos exigen una preparación, una organización, disciplina, actos regulares…. No se, piense en ese grupo de amigos que prepara una obra de teatro para la función de fin de curso del colegio, o esa mujer que se ha puesto como reto hacer una carrera de 10 kilómetros este año, lo que se le ocurra. Todos organizan parte de su vida, creando huecos, para tratar de alcanzar ese objetivo. No son propósitos de año nuevo o de cambio de vida, no, sino metas buscadas, accesibles, con un tiempo dado para ser logradas, que se acerca. Entre esos millones de planes que se fraguaban a finales de febrero de 2004 uno era el de cometer una matanza en Madrid, y a ello se dedicaron muchas personas, algunos recursos económicos, tiempo, entrega, esfuerzo y sacrificio, como si de la acción más importante se tratara por parte de quienes a ello se dedicaron. Y, mierda, no hay duda de que lograron el objetivo buscado. Pasarán a la historia por causar una de las mayores tragedias que ha vivido esta ciudad, este país.
Cuando volví a casa la tarde del jueves 11 lo hice en metro. Tenía dudas, pero pensé que estaría todo tan vigilado que la posibilidad de un nuevo atentado era escasísima. Cometí un error de cálculo que no se tradujo en nada, ya que luego pudimos comprobar que la célula asesina seguía operativa, y no fue hasta la operación de Leganés cuando se pudo respirar sin miedo. En el viaje de vuelta, sobre raíles, el silencio era total, en una época en la que los móviles, también utilizados para activar las bombas, no nos tenían abducidos a todos. Ese silencio definía el estupor de una ciudad, el espanto, el miedo. La efectividad de lo que los malditos yihadistas habían planificado y ejecutado.
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