Como no ha pasado mucha cosa en Navidad, y antes de que la actualidad, que viene muy fuerte, nos arrase, les comentaré algo sobre el cutrerío que nos domina, y que tiene una de sus máximas expresiones en la retransmisión de las campanadas de Nochevieja, momento televisivo de gran audiencia, disputa de las cadenas y, para mi, sonrojo general ante la bodriez que supone retransmitir el pausado avance de un reloj. Todos los años las escenas son las mismas, la gracia también, ninguna, y no acabo de entender la emoción que se le ve al ritual de las uvas, que no practico. Por las ventas de los días anteriores, sin embargo, tiene mucho éxito.
Este año he pasado la nochevieja en casa de mi hermana, lo que es una novedad significativa. A la hora de las campanadas zapeó de manera bastante compulsiva entre todas las cadenas y pude ver retazos de lo que en ellas se había organizado. La disputa principal se daba entre una emisora pública y otra privada. En la primera se estrenaban como presentadores los responsables del programa estrella de la temporada, un presunto show de entretenimiento al que no le veo ninguna gracia, y que cuesta un pastizal de dinero público. En la competencia la audiencia había sido cebada, como todos los años, por el presunto secreto del vestido que iba a lucir la presentadora, más bien que le iba a dejar deslucida una vez que apareciese con él, en algo así como un ritual que se lleva repitiendo varios años y que no se a quién le puede interesar. Contemplar la disputa entre ambas cadenas con semejantes mamarrachadas era la mejor manera de lograr que alguien como yo, que bebe pero no se emborracha, se cogiera la gran cogorza. La presencia de mi madre y el hecho de que tuviera que coger el coche para volver a casa me quitaron de la cabeza ese plan, pero les aseguro que es de las mejores alternativas que se me ocurren para pasar esos momentos de sonrojo, de vergüenza ajena, que provocaban semejantes propuestas televisivas. Había también otras cadenas, alguna regional incluida, que no innovaban mucho y se pasaban un rato pretendiendo hacer gracias con un reloj de fondo sin lograrlo en lo más mínimo. En los momentos en los que los presentadores se encontraban aburridos de sus propios chistes recurrían a la moralina barata, hablando de ciertas necesidades sociales, del precio de los pisos y de otro tipo de consignas que quedan bien y son loadas por los pelotas que, en las redes sociales y no sólo, buscan algo de beneficio por adorar a los famosos y a sus muy lustrosas cuentas corrientes, pero que no son sino parches obligados, más falsos que la impostada emoción que pretendían fingir subidos a los balcones de la Puerta del Sol. Casi eran preferibles las gracias carentes de ellas que los discursos elevados. Algo antes de las campanadas mi sobrina estaba dormida en el sofá. No se preocupen, salió en nochevieja y estuvo hasta altas horas, como corresponde a su edad, pero en el momento del cambio de año afloró algo de la genética paterna y, acurrucada en el sofá bajo una manta, se libró de soportar uno de los mayores bodrios que echan las televisiones a lo largo del año, y fíjense que el listón está cada vez más alto. No podía dejar de pensar en ese aforismo de Javier Gomá, que afirma que la hija indeseada de estos tiempos de libertad e igualdad es la vulgaridad. Y sí, vulgar era lo que veía y se repetía. Afortunadamente llegó la hora exacta, sonaron las famosas campanas, en alguna cadena con más publicidad sobreimpresa que escena del propio reloj, y llegó el año nuevo, con lo que el sentido de esos programas de presunto entretenimiento se acabó. Una buena noticia para comenzar 2025.
Al día siguiente era patético ver como la actualidad del país se dividía entre quienes adoraban unas campanadas y otras, les encontraban gracia, les daban sentido estético o social, a lo que no habían sido sino patéticas puestas en escena carentes de gracia. Escuchaba uno un poco algo de la música de los Strauss y, de vez en cuando, intercalados, los comentarios de Martin Llade, y se daba cuenta que en cualquiera de las palabras del periodista de Radio Clásica o en los acordes de la Filarmónica de Viena había bastante más gracia, estilo, profesionalidad y, sí, belleza, que en todo lo que las cadenas nos soltaron en los programas de las campanadas. Qué contraste, madre mía, qué contraste más exagerado.
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