Ayer asistí a un muy gratificante espectáculo, consistente en que unos valientes se subían a un escenario y, ante un público adulto... contaban cuentos. Cuentos alegres, tristes, soñadores, melancólicos y picarones, historias de ayer y hoy, musicales y narrativas, pero que consiguieron que todos los que estábamos allí disfrutásemos plenamente de aquellos momentos de magia, introspección y confidencias en la noche, en un local de estilo antiguo, coqueto y algo destartalado, pero que tenía el aire necesario para aportar complicidad a los que allí nos reunimos.
No se porqué, pero en castellano los términos relacionados con el cuento y teatro tiene un tono despectivo. Cuentista, teatrero, bufón, echarle cuento, hacer mucho teatro, etc. Son muchas las expresiones que tachan a los interpretes de seres oscuros, de aviesas intenciones, prestos a robarte la cartera, el bolso y las llaves del piso si se tercia. Curiosamente no ocurre eso con los actores de cine. Son estrellas, iluminan la pantalla, llenan nuestra vida de ilusiones... casi se diría que representan el otro lado de la historia, pero, como ya me sucedió cuando hace unas semanas vi la obra de teatro de “El Método” la valentía, el arrojo y arte que derrochan los que se suben a las tablas es enorme. Ayer más que teatro pude reencontrarme con la figura del juglar, como los antiguos que iban de pueblo en pueblo en la Edad Media (o en épocas más modernas) y que encandilaban a la gente de los pueblos con historias fantásticas. Los niños les miraban embobados y los adultos recelosos, más por envidia ante el arte que demostraban en la convicción y el dominio del lenguaje que por resquemor a lo que decían.
No todos valemos para eso, para, ante la gente, contar historias, relatarlas, y unirles en nuestros sueños, temores y esperanzas, pero qué feliz se siente uno al ver que todavía hay valientes que, en un mundo sin ilusiones, lleno de cables que llevan información que no se lee y de la que muy poca gente extrae conocimiento, ellos buscan, escarban y son capaces de alcanzar y transmitir sabiduría, y hacernos reír incluso a los de Hacienda, a esos que pasan su vida en ascensores que muchas veces no llevan a ningún lado.
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