jueves, marzo 16, 2006

Las islas afortunadas

Ayer más de veinte personas murieron tratando de llegar a Canarias. No era una excursión de turistas ingleses, o un vuelo charter fletado desde Alemania de esos que incluyen entrada para la discoteca y copas por un precio que aquí equivale a ir al cine, no. Eran unos señores que salieron de las costas de Mauritania en unas pateras de segunda generación, llamadas cayucos, y que en su intento de arribar a la tierra prometida dejaron su vida en el Atlántico. Lo peor que antes de ayer otros tantos murieron de igual manera, y a saber cuantos caerán hoy, dadas las imágenes de pantalanes abarrotados en las costas de África esperando a iniciar su “Overloard” particular, no enfrentándose esta vez a los alemanes apostados en Calais, sino, simple y llanamente, al mar, traicionero y cruel como sólo él sabe ser.

Dice hoy en
El Confidencial el comisario europeo de Justicia, Libertad y Seguridad, de la Unión Europea, Franco Frattini (apellido demasiado fraterno para la coyuntura actual) que la presión migratoria hacia los países europeos es grande y no va a desaparecer mañana. No hace falta ser un doctorado por Princeton para deducirlo, no. Viendo como están los países africanos, y enseñando Europa a través de sus televisiones la imagen (engañosa) del paraíso en el que vivimos lo sorprendente es que aún no haya millones de personas en la cola. En este asunto poco puede hacer España sola, y así parece que vamos a tener que actuar, dado que los países ricos y poderosos de Europa están lo suficientemente lejos del problema como para gastarse los cuartos en él. Hace pocos años se blindó el estrecho de Gibraltar par impedir el tráfico de pateras desde Marruecos. Este tráfico se ha estabilizado (no reducido) pero el problema se traslada más al sur, hacia países cada vez en peor estado, con gobiernos más débiles e impresentables, y así podemos dar la vuelta a todo el continente africano hasta convencernos de que sino se produce un desarrollo económico en África las oleadas de inmigrantes seguirán llegando, como lo hacen las olas del mar que les transporta, alimenta y mata.

A este paso España se va a parecer bastante a los estados americanos de Nuevo Méjico, Arizona, encargados principalmente de regular el paso de los “espaldas mojadas” y de esconder los desastres que se producen al orto lado del río. En vez de un torrente tenemos el mar, y frente a los federales de grandes gafas de sol, las patrulleras, pero en ambos casos la frontera, ese concepto tan difuso que solemos pensar como vago y lejano, resulta ser nuestro lugar de residencia, allí donde cribamos la entrada, contamos las bajas, limpiamos el puesto y la garita, y revisamos todos los días que la valla baje y suba sin chirriar demasiado ni en nuestros bolsillos ni en la conciencia.

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