Lo confieso, no me gustan los móviles. Encantado con la tecnología de Internet, el correo electrónico y demás, y aficionado a los juguetes electrónicos, los móviles, lejos de seducirme, me produjeron rechazo desde un principio. Tengo uno, pero más por obligación que por convencimiento, y los que me conocen saben que en cuanto puedo lo apago. El negocio montado alrededor es ingente, y muchas veces misterioso (no se como alguien puede gastarse dinero en bajarse politonos horribles que todo el mundo oye cuando su teléfono suena). Pero lo pero es que, lejos de facilitar la comunicación, muchas veces al entorpece, y ayer viví un ejemplo de ello.
Visite a un amigo que, casualidad, cumplía años. Menos mal que su mujer me le recordó. Estábamos ella y yo en la terraza de su casa cuando este amigo llegó. Tras las felicitaciones de rigor empezamos a hablar, con cierta ansia, porque hacía un tiempo que no nos veíamos, y sonó su móvil. Era alguien para felicitarle. Se tuvo que levantar a e irse al salón a charlar. A los diez minutos volvió y, tras un breve intercambio de frases, mismo sonido de llamada, y otra persona que se metía, de manera virtual, pero muy palpablemente, en nuestra conversación. Y así durante casi dos horas, lo que me permitió constatar, por una lado, lo afortunado que era mi amigo por tener tantos que se acuerdan de él en un día tan especial y, por otra, la tortura que supone que siempre estés disponible para que cualquiera se introduzca en tu vida e interrumpa lo que estés haciendo en ese momento, sea eso más o menos importante. Antes eso estaba confiando al teléfono del salón o del dormitorio (la típica escena de película de amantes interrumpidos por una llamada que casi siempre anuncia un asesinato) pero ahora als interrupciones están por todas partes, y las lleva uno mismo.
Hace unas semanas Alex Rovira, en uno de sus artículos en la revista dominical de El PAÍS acayú referencia a una situación similar, y a como nos hemos esclavizado con el móvil y hemos caído en el vicio de contestar siempre, de interrumpirlo todo y, al final no poder hacer nada ni prestarle cinco minutos seguidos de nuestro tiempo a ninguna actividad. Gran error. Creo que mi opinión no será compartida por casi nadie, y pese a que reconozco que es un instrumento muy útil en ciertas ocasiones, en al mayoría se usa mal, y sólo genera perjuicios. ¿Tendremos que ir a cursos para aprender a usarlo? Espero que al menos no los impartan adolescentes con los dedos deformes por mandar mensajes a millones, ni que el hilo musical de la clase sea un pitido con un corral.....
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