Ayer la Corte Penal de la ONU dictaminó que lo sucedido en el verano de 1995 en Srebrenica, pequeña localidad bosnia, fue un genocidio. Esta resolución no supuso sorpresa alguna, pero lo que llamó la atención fue la salomónica postura del tribunal, que se mostró incapaz de adjudicar a nadie la responsabilidad de lo que allí sucedió. De esta manera el estado serbio queda exonerado de toda culpa, los descendientes de las víctimas de aquellos días no pueden reclamar indemnizaciones y, de una forma sorda, se pone un tupido velo a la peor matanza acaecida en Europa desde la Segunda Guerra Mundial. No me gusta esta sentencia.
Yugoslavia, o lo que antes se encuadraba bajo este nombre, fue protagonista de las noticias internacionales durante la década de los noventa por una serie de interminables, crueles y bárbaras guerras. País creado artificialmente cual moderno Frankenstein, se sostenía en pie gracias a la férrea dictadura del mariscal Tito, que intentó un camino al socialismo poco ortodoxo, alejándose de las directrices de Moscú, y quizás sabiendo el polvorín en el que se asentaba su invento de país. Tras la caída del telón de acero empezaron las disputas, que enzarzaron a Serbia, principal república dirigida por un nacionalista furibundo y fanático como Slobodan Milosevic, contra todas sus vecinas. Primero fue la guerra contra Croacia, donde los designios croatas estaban en manos de Franco Tudjman, otro líder del pueblo cruel y perverso. Luego vino la guerra de Bosnia, la más cruel y perversa de todas, con lucha social, religiosa y territorial todo en una. Allí tuvo lugar la matanza de Srebenica, en la que un pueblo de las dimensiones de Elorrio fue cercado por las tropas serbias, encabezadas por el general Ratko Mladic y Radoban Karadzic, el psicólogo y líder local de las milicias serbias. Ante el conocimiento de la Unión Europea y los cascos azules de la ONU allí presentes, y con su absoluta pasividad, los cerca de 8.000 habitantes de esa población fueron asesinados en julio de 1995 sin piedad, sólo por ser bosnios y musulmanes, y no pertenecer al genotipo triunfante de la gran Serbia. Luego los serbios se vengaron y aquella guerra acabó con el sitio a Sarajevo, los francotiradores, la voladura del puente de Mostar y escenas que aún permanecen en nuestra memoria por su horror y repulsión. Al poco tiempo fue Kosovo, una pequeña provincia fronteriza con Albania y cuya población es mayoritariamente albanesa la que sufrió al guerra, las deportaciones y el caos, aunque esta vez al OTAN actuó militarmente, sin mandato de la ONU, y evitó que la carnicería fuera de las dimensiones del caso Bosnio.
¿Qué queda hoy en día de todo eso? Una serie de protectorados internacionales, con tropas extranjeras, incluidas españolas, especialmente en enclaves de Bosnia y Kosovo, que permiten mantener una cierta tranquilidad en la zona. Y Serbia, una Serbia disminuida, purgada en parte de sus anhelos imperiales, pero en la que aún persisten sueños de grandeza y conquista, todo ello en medio de sus deseos de incorporarse a una Unión Europea que le exige colaborar para detener a criminales de guerra aún escondidos en sus entrañas. La sentencia de ayer fue un favor al gobierno serbio, pero aún deberá trabajar y colaborar mucho para conseguir el escaso prestigio democrático que dilapidó en años de guerra, barbarie y demagogia.
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