Ayer fue San Isidro, patrón local de Madrid y festivo en la ciudad. Es curioso que una ciudad tan grande como esta mantenga a su patrón a un personaje tan ligado al mundo agrícola, cuando lo más parecido a una huerta que puede ver uno por aquí son las plantaciones de maría o las terrazas de lujo de las que se descuelgan arbustos y densos follajes. Es típico ir a la pradera sita junto a la ermita del santo y comer rosquillas tontas (sin azúcar), listas (con azúcar) y espabiladas (con limón), y de paso dar un trago de la fuente del manantial que allí brota, que dicen que es milagrosa.
Yo no fui, porque la aglomeración suele ser enorme, pero estaba ayer por la tarde sentado en una plaza leyendo al sol tranquilamente cuando pasaron junto a mi unas niñas vestidas de chulapa, vestimenta castiza tradicional consistente en una especie de traje de con falda de motas, un mantón y un pañuelo en la cabeza del que sobresale un nardo, justo sito en la frente. A mi esto de los trajes regionales no me gusta nada, y al verlas me acordé de mi instintivo rechazo a vestirme con cosas raras, a pintarme la cara o a disfrazarme, bien sea en carnaval o por cualquier otro motivo. Ya desde pequeño mostré una aversión a eso de ponerse cosas raras en la cabeza. Creo que fue en cuatro o quinto de EGB cuando, en carnavales, nuestra profesora tuvo la feliz idea de que todos fuéramos de poste con plumas, o algo así, y para fabricar el poste vaciábamos un tambor de detergente (que entonces los había con esa forma cilíndrica), lo forrábamos de plumas y papelitos de colores y nos lo poníamos en la cabeza. Quiso la casualidad que ese día hizo un intenso y cálido viento sur, y después de estar toda la mañana paseando por el pueblo vestidos de tal guisa, uno llega descubrir que un tambor de detergente siempre conserva algo de detergente, pese a que se limpie mucho, y el sudor lo atrae, y el picor de los ojos y del cuello tiende a crecer a medida que pasa el día. En fin, aquello fue una pesadez horrorosa, y me lo pase en grande pateando al tambor de marras cuando pude llegar a casa, largándome a la primera oportunidad posible. Desde entonces no me he vuelto a disfrazar, salvo eso de ponerse el traje en las bodas y el trabajo, pero nada más.
Y cuando veo triunfar esa moda actual consistente en vestir a los niños como símbolos regionales me parece que se les somete a una tortura inútil e insufrible. Vestidos de aldeanos en el País Vasco (qué tiene eso de divertido e interesante?) o de fallera mayor valenciana, con cientos de cosas pesadas colgando de la espalda, o de chulapo madrileño, la imagen me provoca un disgusto instantáneo. Cualquier día a alguien se le ocurrirá rescatar del olvido, pongamos, un disfraz regional burgalés coronado con una morcilla de cuerpo entero, y ahí estarán todos los niños amorcillados, paseando por la calle en una procesión. Y los padres tan contentos y orgullosos..... ¡¡¡mira, mira como le cae el arroz a mi hijo en la cara!!!......
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