jueves, mayo 24, 2007

Vaya con la tormenta

Menuda la que se ha organizado con las tormentas de esta semana. Campos arrasados, pueblos en los que las calles se han convertido en ríos, líneas de tren que se sumergen en pantanos improvisados, y mucho miedo en la piel de unos vecinos que han visto como sus pueblos son dominados por la furia del agua, el barro y un pedrisco que, tras cebarse con las cosechas, se ensaña con los coches y los tejados. Especialmente sangrante es el caso de la localidad de Villasequillo, porque inundarse con ese nombre da hasta risa, haciendo como hace homenaje al secarral manchego en el que se sitúa.

No he vivido nunca una inundación en mis propias carnes, aunque si un amago o, mejor dicho, preludio. Todos los que somos de Vizcaya recordamos
el desastre de las inundaciones de 1983. En aquel Agosto los cielos se derrumbaron sobre Bilbao y toda la provincia, y a una cifra de muertos superior a la treintena se añadieron daños materiales inmensos, que dejaron a localidades como Bilbao o Llodio para el arrastre, una vez que casi habían sido arrastradas. A mis once añitos de entonces acababa de ser operado, y debía ir al ambulatorio de Durango todas las mañanas durante una semana, a primera hora, a hacer unas curas. Creo que fue la mañana del jueves 25 de agosto cuando iba con mis padres de Elorrio a Durango, y llovía con mucha fuerza. Bueno, eso es normal, tormentas de verano. Tras la cura, y aún mojados por la carrera del coche al ambulatorio, volvimos a empaparnos al hacer el camino de vuelta, porque no había dejado de llover en ningún momento. Al salir de Durango ya había balsas de agua por todas partes, y por Abadiano al cosa pintaba algo mal. Al franquear las curvas de Apata camino a Elorrio el río ya se había salido, y llegando a la chatarrería cercana a Elix, en el límite de los dos municipios, la carretera y a no se veía. Como aquello no tenía buena pinta mi padre optó por dejar el coche junto a un caserío próximo a la carretera, pero que se encuentra unos pocos metros por encima de su nivel. Allí nos quedamos esperando, porque entonces no había móviles ni nada para poder llamar a alguien y avisar sobre que pasaba. Mi hermana se había quedado durmiendo en casa y mis padres, lógicamente, estaban preocupados.

¿Lo estaba yo? Pues no me acuerdo muy bien, pero creo que no. Tengo vivo el recuerdo de las cascadas que caían de las laderas de los montes, turbias, densas de barro y ramas, y los postes de la electricidad arrastrados por ellas, soltando chispas como locos, intentando hacer la competencia a la tormenta. Algunas horas después, al medio día, la lluvia remitió y el nivel del río bajo, y pudimos llegar a casa sin problemas. Luego, por la tarde, llegaría el gran aguacero, el reventón del antiguo puente del río junto a la plaza, la inundación de ésta y de las calles anexas, y el arrasamiento de Bilbao, pero yo ya había vivido mi aventura durante una emocionante mañana en la que, por cierto, mi hermana estuvo durmiendo como si nada hasta que llegamos a casa...

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