Una de las ventajas que tiene vivir en Madrid es que, pese a que uno no pueda moverse demasiado fuera de la ciudad como es mi caso porque, entre otras cuestiones, carezco de coche, la mayor parte de conocidos y amigos acaban pasando por aquí, bien por una visita laboral o cultural o por un curso formativo, y eso te da la magnífica oportunidad de volver a verles nuevamente, pasado un tiempo, casi siempre demasiado, desde la última vez que pudiste disfrutar de su presencia y compañía. Y esos momentos, qué bonitos, son de los más interesantes y agradecidos, y de los que más disfruto.
Ayer tuve una de esas oportunidades, gracias a que uno de mis antiguos compañeros de facultad tuvo que venir para un curso de dos días, pude quedar con el y charlar. No le veía desde septiembre del año pasado, cuando fui a visitarle a su casa vitoriana, y la visita se complico por que el niño que habían tenido escasos días antes estaba lloroso y no tomaba pecho de su madre correctamente. Ayer, sin embargo, en una terraza con una temperatura ideal, aunque con una inclinación de la mesa muy peligrosa, pude disfrutar de una agradable charla de reencuentro entre viejos, no se si ya puedo usar este término, pero desde 1990 algo ha llovido, y buenos amigos. A los dos se nos ha caído bastante el pelo, nos lo han tomado en otros muchos sitios y hemos madurado bastante. Más el, claro, porque el matrimonio y al paternidad son cosas muy serias que siguen quedando lejos, muy lejos de mis esquemas mentales. Cuando le llamó a su mujer y estuvieron unos minutos charlando sobre el nene, como se echaban de menos y demás, me vinieron a la cabeza imágenes fugaces de los años de la carrera, de esa irresponsabilidad veinteañera tan deliciosa, tan apasionante y tan prometedora, y como podemos llegara transformarnos en personas “normales” (entiéndase el término sin ningún tipo de carga despectiva) sujetos a responsabilidades, compromisos y ligaduras, en este caso amorosas, que son las menos tensas y más ardientes. ¿Quién nos iba a decir que pasados algunos años, tampoco tantos, la distancia física y la disparidad emocional iba a ser tan grande?
Porque en esos años de facultad, tan míticos y tan bonitos, todo era mucho más sencillo. Suelo afirmar que disfruté en la Universidad. Es más, creo que mis cinco años de carrera y los que estuve reenganchado en el Doctorado han sido los años más felices de mi vida, y desde luego esa esquina de Bilbao llamada Sarriko es probablemente el lugar en el que he pasado más momentos felices y donde he llegado a conocer a más y mejores personas que en ningún lado. Quizás porque aún éramos unos ingenuos y no estábamos contaminados por esas lacras llamadas mercado laboral, sueldos, salarios, responsabilidades, hipotecas... cosas que me siguen pareciendo de personas mayores, muy lejanas a mi. Gracias a todos aquellos que me hicieron pasar tan buenos y bellos momentos. Fue un placer conoceros, y lo sigue siendo.
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