No logro entender como se ha convertido en algo habitual el que, cada dos por tres, pasen coches por la calle atronando un ruido ensordecedor, producto de un equipo de música que roba más potencia al motor que la subida de una rampa de puerto del Tour. En cada semáforo y esquina, y en verano es una ley inexorable, no falla el bacaladero o individuo de corte similar, coche chillón, ventanas oscuras y un PUM PUM que sale por todas partes de su coche, que se agita al ritmo de los bafles como si estuviera haciendo el amor, cosa que le vendría muy bien al dueño del coche, y mejor a los sufridores de su futura sordera.
Hasta ahora este mal estaba confiando a las calles con coche, pero, horror, ahora se entiende por todas partes, gracias a los nuevos teléfonos móviles, capaces de emitir un ruido bastante elevado. Observo bastante asombrado como se está poniendo de moda que varios chavales se junten alrededor de un teléfono que, supongo al mayor volumen posible para ese aparato, emite el ya clásico CHUNDA CHUNDA o su versión salsera, que tanto da. Lo malo del móvil es que claro, está por todas partes. En los ochenta la SONY se forró con el walkman, el casete portátil con auriculares (tanto que el Word por defecto no me marca walkman como palabra incorrectamente escrita) como un logro de la privacidad y del aislamiento. Ese es el papel de los MP3 de ahora, encabezados por la saga Ipod (aquí se nota que Microsoft no traga a Mac, Ipod sí está en rojo para el Word). Pues bien, es un poco chocante como alguien con auriculares puede llevar al música a tal volumen que todo el mundo la escuche, pero bueno, tampoco es tan malo, excepto para sus orejas, claro, pero esto del móvil radiando para todo el que pase por allí me parece una enorme falta de educación y de consideración hacia los demás. Porque encima dile a la tropa, reunida en trono a su tótem, que baje el volumen del aparato, porque te mirarán todos como si fueras un marciano, un tarado que sólo pretende cortarles el rollo. La semana pasada había en el metro un grupillo de chavales en ese plan, en este caso con música salsera, y uno de ellos, vestido sólo en bañador, y móvil en ristre, bailaba en el vagón como si estuviera sólo, pese a las peticiones de los allí presentes para que se estuviera quieto.
Pensándolo un poco, esta moda me recuerda a las pandillas de macarras de los ochenta que con sus loros, aquellos enormes radiocasetes de bafles gemelos, se apostaban en las esquinas para charlar, beber, bailar y pasar el rato, imagen muy idealizada en las películas americanas, de suburbios, de las que luego surgirían los grupos de rap, break dance, los alumnos de Fama y otras tribus urbanas. Las tropas de ahora se juntan en torno a un politono descargado a precio de oro, de calidad musical infame y de sonido estridente. El macarra del coche se hace portátil, autoportante de su propio estruendo. A este paso habrá que decretar zonas libres de ruido.
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