El AVE es un invento maravilloso. Te permite desplazarte de una ciudad a otra de una manera mágica, casi en un instante. De hecho a veces se puede tardar más en ir de casa a la estación que de ciudad en ciudad. Animado por esa posibilidad de viaje tan raudo, el viernes me compré un billete de ida y vuelta para el sábado 13 a Valladolid, para rendir un homenaje a Delibes en su capilla ardiente, palpar un poco el aire de esa ciudad y, si era posible, estar presente en el funeral, que me suponía concurrido y controlado por la presencia de autoridades.
Como me gusta madrugar, a las 9:10 de la mañana ya estaba en Valladolid, tras una hora de “vuelo bajo”. Nunca había estado en esa ciudad, pero el casco antiguo es sencillo, pequeño y manejable. Fui a la plaza mayor, donde se encuentra el Ayuntamiento y estaba depositada la capilla ardiente, que se abría según algunas fuentes a las 10 o 10:30. YA estábamos algunos en la cola, y afortunadamente nos daba el sol de espaldas, porque quiso la fortuna que Delibes fuera despedido bajo el sol y cielo azul castellanos, tan típicos como el frío que nos rodeaba pro todas partes. La capilla se abrió a las 10:15 y pasé, rápido por exigencias de le organización, para que todo el mundo que espera fuera pudiera hacerlo antes de que el cadáver fuera llevado a la catedral. Escribí unas palabras en el libro de agradecimientos y salí a la calle para tomar algo caliente, hacer un poco de turismo por los alrededores y encaminarme a la catedral, donde iba a tener lugar el funeral a las 12:30. La catedral resulta ser un edificio extraño, truncado, sin terminar. De tres naves inmensas, de bóveda de cañón pintada de blanco, pero carente de decoración, de piedra oscura y de torres inconclusas. Un extraño ejercicio que en su origen debió ser un proyecto faustuoso peor que se ha quedado en tierra de nadie. Como en el caso de Burgos, al entrada principal está sita en una plaza muy pequeña que obstaculiza la visión del conjunto. En esa plaza iba a desembocar el cortejo con el cadáver que saldría del ayuntamiento, y allí empezaban a colocarse vallas por parte de la policía municipal y nacional para controlar a la gente. Me aposté en una de las vallas y vi como poco a poco iba llegando gente al templo, a cuyo interior aún no se permitía el acceso. Los políticos, encabezados por María Teresa Fernández de la Vega y Ángeles González Sinde llegaron a las 12:15 y subieron a las escaleras de acceso al templo, desde donde esperaron a que la comitiva que traía en coche los restos de Delibes llegara a la placita con gran puntualidad. El féretro, que iba en coche (el domingo en prensa algunos vecinos decían que hubiera sido mejor llevarlo a hombros) llegó a la plaza en medio de aplausos y sin ninguna voz ni grito. Sólo aplausos. Sacado del vehículo y seguido por sus familiares, entró en la iglesia, y tras él los políticos y otras personalidades, entre las que supongo estaría eso que se pudiera llamar el “todo Valladolid” pero que no conozco en lo más mínimo. La policía empezó a desmontar las vallas y poco a poco permitió el acceso controlado de todos los que nos encontrábamos en la plaza al templo. Dentro había muchas sillas plegables de madera que la gente iba cogiendo para sentarse en los laterales, pero yo opté por quedarme de pies en la nave izquierda, desde donde tenía una escasa visión del altar, nula de las autoridades y mala del celebrante, pero ver no era el objetivo, sino estar y escuchar.
La ceremonia fue elegante y sobria, y si quieren algún defecto les diré que musicalmente el coro de voluntarios que cantaba lo hacía bastante mal. En el sermón, enteramente centrado en la figura de Delibes, el celebrante versó su prosa noble y aún más bella actitud ante la vida, e introdujo citas de Jorge Manrique y Cervantes. A la salida del féretro, como a su llegada a la plaza, el único sonido que se oyó fue el de los aplausos de los allí congregados, vecinos, admiradores, curiosos, todos unidos en un último homenaje a un hombre muy querido y bueno, en todas sus acepciones, de esos que ya no quedan.
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