miércoles, junio 08, 2011

El sonido de la máquina de escribir

En días tormentosos como los que estamos viviendo me entra continuamente la fantasía de imaginar que pasaría si un rayo dejara sin luz a Madrid, o a cualquier otra ciudad. De noche sería peligroso, pero de día sólo generaría el mayor caos posible. Todo lo que hacemos depende de la electricidad, y de dispositivos alimentados por ella. Ascensores, metro, farolas, Internet, ordenadores, cajeros automáticos, puertas, cajas registradoras. Una imagen de ese parón, aunque por motivos muy distintos, reflejó Arturo Pérez reverte en su columna de pasado Domingo. Y es que lo electrónico ha conquistado nuestra vida.

Y como en toda conquista, hay bajas.
Hace pocos días se supo que ha cerrado la última fábrica de máquinas de escribir que quedaba en el mundo, sita en la India. Tras ese momento las máquinas se han convertido directamente en antigüedades, piezas de museo. El ordenador, y el procesador de textos, ya las habían arrinconado desde hace años, y es raro el lugar en el que aún se pueden ver. Mi relación con la máquina de escribir no fue muy larga, dado que, a diferencia de otros colegios, en el mío no había clases de mecanografía. Teníamos en casa, y todavía estará, supongo, un modelo de esos que se podían meter un una caja con asas y transportarla como si fuera u portátil, concepto que desde luego no existía. Era una Olivetti Lettera 12 de carcasa plástica blanca. No me acuerdo de la primera vez que la usé, pero sí que en torno a séptimo u octavo de EGB, años 1983 y 1984, la usaba con frecuencia, porque era con ella como elaboraba las facturas y presupuestos que mi padre, albañil autónomo, mandaba a clientes y proveedores. Tenía su mística hacer aquello, con los tabuladores fijados a mano, haciendo rayas con los caracteres de guión medio y bajo (- y _) y el inevitable papel de calco para poder sacar dos copias a la vez. Luego ya empecé a usarla también como medio de escritura, pero mi innata incapacidad de coordinación lograba que nunca adquiriese una buena velocidad, y que siempre escribiera los “que” como “qeu” y similar, cosa que ahora también me pasa, pero el Word me lo corrige y ustedes no lo notan mucho, salvo varios “al” que debieran ser “la” y cosas así. En primero o segundo de BUP empecé a escribir una pequeña historia de terror adolescente, que no llegó a nada, pero que con sus cerca de cuarenta hojas fue lo más largo que llegué a teclear en aquel aparato, que dejaba mis meñiques destrozados por la maldita situación en la que está la A. Si piensan que el teclado QWERTY está mal hecho no se equivocan, se diseñó para evitar el exceso de velocidad al teclear, exceso que podía provocar que varios macillos confluyeran a la vez sobre el rotor d la máquina y se atascase. En las secretarías del colegio y del instituto seguían reinando aquellas máquinas verdes, muy altas, con un teclado que parecía el de un órgano, por la pendiente que tenía, y un carro muy largo, pensado para poner en el un folio en apaisado (sí, folio, el A4 no se implantó del todo hasta finales de los ochenta principios de los noventa, al menos en el mundo que yo he conocido). Las secretarias alcanzaban un grado de simbiosis con aquellos trastos difícil de definir, y la velocidad a la que los macillos golpeaban el papel generaba ese tactactac característico que nunca alcancé en casa pero que era sinónimo de redacción de periódico, oficina o centro de trabajo. Todo eso, con su parte buena y mala, hace tiempo que ha desaparecido.

La pérdida de la máquina supone algo muy importante sobre todo para los que la tuvieron como elemento imprescindible en sus vidas. No se puede imaginar a un escritor del siglo XX sin ella, un periodista, viajero, cronista… y ese sonido, traqueteo, a veces impertinente, que ya es historia, ha sido la banda sonora de miles de personas durante gran parte de sus vidas, laborales y de ocio y creación. Forma parte de su banda sonora personal. De entre los homenajes más recientes que he visto a ese sonido,
como sinónimo de creación literaria, está el potente inicio de la película Expiación, basada en la novela homónima de Ian McEwan. Ambas, libro y película, son magníficas, y en ellas la máquina de escribir juega su papel.

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