Absortos como estamos en nuestro día a día, siguiendo la minuto lo que hace la maldita prima de riesgo (sube, sólo sube) y subsumidos por la inmediatez, olvidamos muchas de las cosas que pasan a nuestro alrededor. Y lo que es peor, la mayoría directamente las desconocemos. Nos pasa a todos, y a mi más, no vayan a creerse que no. Sin embargo el asunto de hoy sí lo conozco, y por lo que he comprobado, casi era el único de mi trabajo que era consciente de lo que pasó en los años setenta en Camboya, bajo la siniestra dictadura de los Jemeres Rojos, autores del genocidio que más proporción de gente de una nación ha exterminado en el siglo XX.
Y la cosa fue casual, porque hablando con unas secretarias muy amigas mías, bellas personas donde las haya, hice referencia a los jemeres rojos, y se quedaron con una cara de “¿te pasa algo en la lengua?”. Ante esto empecé a explayarme en el asunto y su cara de asombro por lo pirado que estaba yo era similar a la de desconocimiento por lo que les estaba contando. No les sonaba de nada. Ni idea. Yo estaba más asombrado que ellas, y tras dejarlas pregunté a mis compañeros de despacho, de edad similar a la mía o un poco menor, si sabían quién era Pol Pot o el régimen Jemer tenía algún significado. Nada, cero. Uno de mis jefes, AAP, una de las mentes más brillantes que he conocido (y no es por ser pelota, porque a mi eso no me va ni, por cierto, sirve de nada en este contexto) sí sabía la historia, y como suele suceder muchas veces, nos pusimos a hablar de ella mientras el resto del personal desconectaba de lo que estos dos friquis estarían diciendo. Y la historia del régimen Jemer, por lo que parece, sigue en el ostracismo. Quizás porque sucedió en Camboya, un lugar remoto y del que poco sabemos, en una época, los setenta, en la que España tenía por sí sola enormes problemas a los que hacer frente, o porque fue en un régimen llamado comunista, maoísta, y eso de primeras da buena prensa a todo lo que suceda. La cosa es que la historia de Camboya en los setenta es atroz, difícil incluso de creer. En Apenas dos años el régimen maoísta de los Jemeres Rojos exterminó a dos de los ocho millones de habitantes que residían en aquel país. Movido por la creación de una sociedad utópica, sin clases, militarizada, dominada por la planificación, y contraria al avance tecnológico imperialista, Camboya se sumergió en un infierno de atraso, hambre y miseria como en pocas partes del mundo se ha vivido a lo largo de la historia. El desconocimiento de lo que allí sucedía realmente, unido a que los pocos testimonios que lograban escapar relataban historias de una crueldad y sadismo que eran tomados a guasa por el resto del mundo contribuyó a que la matanza cesara cuando sus proporciones hicieron inviable al régimen y al país. Ya a finales de los setenta y principios de los ochenta empezaron a llegar imágenes a nuestras televisiones de las selvas camboyanas, de los campos de exterminio y de las calaveras, cientos, miles de ellas, apiladas en montañas infames, silos de huesos, el fruto de una pesadilla de exterminio que, como la de los judíos treinta años antes, fue consentida de facto por el resto de la humanidad. Y es hoy, cuarenta años después de aquellos hechos, cuando se pretende juzgar a un grupo de ancianos, los últimos responsables del gobierno Jemer, por aquellos infames crímenes. Amparados en su edad, su desmemoria y, sobre todo, su infame cobardía, pretenden eludir el peso de la justicia diciendo que no sabían lo que sucedía en el régimen que ellos gobernaban, típica excusa de dictadores. Pero nada hay comparable a las dictaduras que hemos conocido en Europa o Latinoamérica en la segunda mitad del pasado siglo XX a lo que estos “viejecitos” hicieron en Camboya.
De hecho, aunque sean condenados, no hay nada que la justicia pueda hacer para resarcir tanto dolor. Si por lo menos la historia de los jemeres fuera conocida al menos la humanidad les condenaría, pero aún hoy en día pocos son los testimonios de lo que allí pasó. Hace poco se ha publicado un breve y emocionante libro de una superviviente de aquel infierno, llamada Denise Affonço, que les aconsejo que compren y lean muy poco a poco, porque no van a creer casi nada de lo que allí se cuenta. Pero todo es verdad, una aterradora verdad. Leerlo, difundir esta historia, que sea conocida, es una obligación moral, y quizás lo único que esté en nuestras manos para ayudar a toda la gente que fue asesinada en los arrozales camboyanos.
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