miércoles, marzo 21, 2012

Llueve (y nieva) sobre Madrid

Ayer a las 6:14 de la mañana empezó la primavera de 2012, un año que hídricamente amenaza con hacernos sufrir mucho. Coincidiendo con el cambio de estación, como no suele ser habitual, el tiempo cambió mucho, el aire se enfrió nuevamente y las nubes fueron ganando terreno en el eterno cielo azul. Por la noche todo estaba cubierto y lo único que veía desde mi casa es ese eterno tono amarillo que poseen las nubes que cubren las grandes ciudades iluminadas con farolas. Y poco antes de las doce de la noche, empezó a llover.

Sí, llover, lluvia, agua caída del cielo, que llega al suelo, rebota, salpica, empapa, moja, cala, cubre, se filtra…. Desde hacia unas siete u ocho semanas que no veía llover en Madrid, y aquella vez, otra noche, tampoco es que cayera demasiado, unas gotas para disimular. Esta vez la cosa es más generosa. Ha estado lloviendo toda la noche, con mayor o menor fuerza, y a la hora en que escribo esto, 8 de la mañana en punto, Madrid luce desde mi ventana completamente sumida en las nubes, y el alcance de mi visión se reduce a unos pocos kilómetros, apenas las torres de Colón, y sigue lloviendo. El ruido de los coches que atestan la Castellana al pasar sobre los charcos que la cubren es la sinfonía que esta mañana ayuda a despertar a una ciudad que no veía llover desde hace demasiado tiempo. Los niños saldrán a la calle y volverán a saber lo que es un pozo, un charco, y experimentarán nuevamente ese extraño placer que produce pisarlo, chapotear en él, salpicar, notar como las olas se meten en tus zapatos y, mejor aún, en el de tu compañero. Ataviados con chubasqueros y botas, que habrán tenido que rescatar del olvidado fondo del armario, muchos llegarán tarde al colegio no sólo por el atasco de cada día, hoy incrementado por el agua, sino porque se han pasado todo el tiempo del desayuno rebuscando para encontrar el paraguas, ese objeto mítico que sí, estaba en casa, o eso decía la abuela, y que alguna vez alguien aseguró que lo usó durante un día entero, cosa que los niños no se acababan de creer… “¿No estará plegado en un cajón? ¿O en el desván, junto a todas esas cosas que ya nunca usamos?”, 2No se, mira, revuelve y date prisa, que no llegamos”….. “Mira, lo he encontrado!!!! Estaba debajo del sofá, haciendo calzo para evitar que se hunda cuando nos tumbamos todos para ver las pelis!!. Crees que aún funcionará???” Y en ese momento el padre coge el paraguas, y, con la decisión de un guerrero mitológico de los que pueblan la historia y las pantallas, lo abre, y los guiños miran embelesados esa cúpula de tela que los protegerá de la lluvia, que sigue cayendo para su asombro y estupefacción al otro lado de unas mojadas ventanas, llenas de gotas como no lo han estado desde hace meses, casi desde que empezó el año. Cogiendo el arma que han encontrado, la familia se junta y, valiente, sale al exterior, a conquistar una mañana desapacible y húmeda.

Y allí se encuentra con decenas, miles de personas ataviadas con sus paraguas, igualmente olvidados muchos de ellos en rincones oscuros y perdidos, y como en el resto de días pasados, no se cruzarán palabra alguna entre ellos, limitándose al típico saludo de cortesía mañanero, tan metódico como vacío, pero seguro que todos notan que al mirarse hoy tienen un tono especial en los ojos, una mínima sensación de complicidad derivada de que, por muy distintos que sean, al menos en esta primera mañana de primavera todos ellos están de acuerdo en una sola cosa. “Por fin está lloviendo”.

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