Ayer los acontecimientos en EEUU
fueron de todo tipo menos tranquilizadores. A lo largo del día se supo de la
existencia de cartas
envenenadas con ricina, tóxico mortal en caso de que logre penetrar en el
cuerpo, remitidas a congresista y al propio presidente Obama. En el escenario
del atentado del Lunes, Boston, los rumores, desmentidos y versiones variadas
se sucedían, habiendo un detenido durante gran parre de la jornada y resultando
que no era así unas horas después, y ahora las cadenas informan de una
explosión en una planta de fertilizantes en Tejas que ha podido dejar muchos
muertos. Nervios, nervios y más nervios.
Una de las consecuencias más
profundas de los atentados del 11S en la sociedad americana, y que menos se ha
entendido desde fuera, es la rotura del mito de la inviolabilidad del país, de
que las cosas malas, los actos perversos, suceden fuera, allende los mares,
pero en casa, en los EEUU, no hay motivo de temor ni peligro. Parte de este
velo se rasgó al explotar la bomba que Timothy Mcveigh hizo estallar contra un
edificio federal de Oklahoma en 1995, pero aquella matanza se vio como el
acto irracional de un psicópata aislado, no como un problema interno del país.
Aislado del mundo por dos grandes océanos, dotado de la inmensidad de una
naturaleza desatada y de un poderío económico como no lo ha habido otro a lo
largo de la historia, el estadounidense medio sigue creyendo a pie juntillas el
mito creador de su nación, fundada por aquellos que huyeron de una Europa
sumida en las guerras y las persecuciones religiosas. La creación de los EEUU
corresponde a un ideal, no a un devenir histórico, y es de los escasos, muy
escasos ejemplos de ello. Otra gran nación fundada bajo preceptos ideológicos
fue, en el caso del siglo XX, la URSS, pero su desmoronamiento, por causas
económicas, políticas y, también, ideológica, dejó solos a los EEUU en la
gestión del poder y en la consecución de los ideales. Frente a los europeos,
que a lo largo de su vida han conocido guerras sin fin, a excepción de este
milagroso paréntesis en el que nos encontramos desde 1945, los norteamericanos
no han disputado ninguna batalla sobre su suelo desde la guerra civil del siglo
XIX; que ahora muchos asocian a “Lo que el viento se llevó” llegando a ver el
incendio de Atlanta no como un acto de guerra sino como un decorado romántico.
Los americanos que han muerto en combate desde hace siglo y medio lo han hecho
siempre fuera de sus fronteras, en terceros países, lejanos o muy lejanos, en
medio de lugares que identifican con violencia, caos y desorden, frente a la
idílica vida del hogar. Movidos por ese ideal de extender el modelo
norteamericano por el mundo y por el ejercicio del poder imperial, EEUU se ha
visto continuamente involucrado en guerras muy variadas, tanto en dimensión,
objetivo y resultado, que van desde las guerras mundiales hasta la última (de
momento) la de Irak y Afganistán. Lo más importante que quiero resaltar es que
la sensación de seguridad que los norteamericanos tienen al regresar a su país
es tan grande como la de inseguridad que les embarga cuando lo abandonan. En su
ciudad, en su estado, nunca va a haber un ataque de una población contra otra,
o un campo de concentración, o un dictador que arrase el territorio y esclavice
a la población. Esa sensación les embarga, hasta el punto de hacerles olvidar
los graves problemas que afligen a su sociedad, comunes o diferentes a los de
otros países, pero que allí se expresan a veces con una dimensión acorde a la
de ese gigantesco país. Obviamente la arcadia soñada por los padres fundadores
no se ha logrado y, pese a su poder y desarrollo, EEUU sigue teniendo un
reverso tenebroso que lastra gran parte de su encanto, pero al menos, como
dirían allí, es un problema interno, y ya lo arreglaremos entre nosotros.
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