Si Sara Montiel lo llega a saber
se quita la vida hace un par de días o, mejor aún, se espera tres. La
noticia de la muerte de la cantante, personaje mítico en España, conocida
ayer a media mañana, iba a ser la gran noticia del día, pero a
eso de las 14 horas llegó Margaret Thatcher, arrolladora como siempre, y su
muerte eclipsó a la actriz e hizo que las referencias a los cuplés y películas
de los cincuenta bajases varios centímetros en la escaleta de las webs, gracias
a la Thatcher, una mujer controvertida donde las haya que nunca dejó a nadie
indiferente y que, a su muerte, ha reproducido las pasiones y debates que
generó en vida.
En vida Thatcher mandó, mandó
mucho, y esa es una condición muy necesaria para ser querido y odiado. Unido al
hecho de ser mujer, su llegada al poder supuso una revolución en el anquilosado
mundo político europeo, y ni les cuento en el británico. Muchos la
subestimaron, la vieron como una extraña (outsider que dicen ahora los finos)
ajena a los tradicionales circos de poder, proveniente de un entorno de clase
media sin relevancia, prestigio, apellido y solera, y se la tomaron como un
experimento, un juguete con el que divertirse un rato y luego, pasada la
gracia, desecharlo y volver a las andadas. Pero no, Margaret era una fuerza de
la naturaleza, y su llegada al poder la mostró como realmente era, volcánica,
impetuosa, dominante, llena de convicciones y dispuesta a salirse con la suya
fuera el que fuese el asunto que se tratara. Creo que en parte es ese pasado
despreciado por sus correligionarios el origen de esa fuerza y convicción, el
saber que durante toda su vida había sido considerada como menor la obligó a
esforzarse más, a saber batallar y a no rendirse. Poco a poco el resto de
compañeros de partido se dieron cuenta de que habían elevado a un animal
político tan puro y voraz como ningún otro a la cumbre del poder, y se vieron
fagocitados por su figura. El gobierno era Thatcher, y ella era el gobierno. Su
gestión, controvertida, alabada por muchos y criticada por muchos otros, es
compleja de analizar y debe ser puesta en el contexto de un Reino Unido que, a
muy finales de los setenta, cuando accede al cargo, se encuentra sumido en una
crisis económica muy fuerte, producto de estructuras productivas anquilosadas y
que ya no daban más de sí. Convencida de que algo había que cambiar, Thatcher
revolucionó la economía y sociedad de la isla, introdujo amplios paquetes de
liberalización en sectores que hasta el momento eran cotos privados de
camarillas de políticos, sindicalistas y otros grupos intocables, y llevó a
cabo su política con pasión y sin echarse para atrás pese a las protestas que,
día sí y día también, conmocionaban Londres y el resto de ciudades del país. No
le tembló el pulso, ni llamó a las cosas con subterfugios, ni se escondió en
palabrería vacía y eufemística, como es tan habitual hoy en día. No rechazaba
el debate y el enfrentamiento, es más, creo que le “ponía” discutir con sus
adversarios, sabiendo que tenía grandes posibilidades de derrotarlos, y frente
a viento y marea controló la década de los ochenta en su país y parte de
Europa, mostrando a muchos gobiernos del continente el camino a seguir y las
reformas a adoptar (la reconversión industrial española dejó imágenes muy
similares a las de las protestas británicas, y es que atacó el mismo problema
con las misma metodología). A medida que pasaban los años el desgaste de su
figura iba creciendo, como pasa siempre al ejercer el poder, pero no fueron
unas elecciones o una renuncia personal la que le apartó del poder, no, sino su
propio partido, que conspiró para derribarla, asustado ante el poder inmenso
que Thatcher acumulaba y la posibilidad de que su derrumbe arrastrase al propio
partido a la debacle. La reina conservadora dejó el poder como lo dejan los
reyes clásicos, no por voluntad propia, sino por una revuelta palaciega.
Hoy tendrán ustedes en prensa
decenas, cientos de artículos que alaban o critican su figura, exaltan sus
méritos y agrandan sus errores, y es que de todo hubo en un personaje complejo,
polémico y que no dejó indiferente a nadie. En una Europa como la actual, a la
deriva, sin rumbo y sin ningún liderazgo, la imagen de una gobernante que tenía
ideas, las exponía en alto sin ambages y las aplicaba resulta casi
revolucionaria. Frente al tactismo diario que, insoportablemente, nos gobierna,
Thatcher creía en una misión, y como tal creyente actuó, frente a todo lo que se
le puso por delante. Marcó una época, una generación, y dejó un legado grande y
poliédrico que, desde ayer, corresponde a los historiadores enmarcar y evaluar.
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