Parece que hoy, después de varios
días de búsqueda entre los escombros, y agotadas las esperanzas de encontrar
supervivientes en medio de las ruinas, empezará a ser destruido con maquinaria
pesada lo
que queda del edificio de ocho plantas que se derrumbó la semana pasada en
Dacca, capital de Bangladesh, donde se han dado por fallecidos ciertos a
más de trescientas personas y se habla de que las víctimas finales podrían
triplicar esa horrenda cifra. El que este desastre haya sucedido en un lugar
tan lejano, física y mentalmente ha hecho que, por su mera relevancia numérica,
no le hayamos prestado nada de la atención que merecía.
Lo que ha trascendido algo a la
opinión pública es el sórdido debate sobre las condiciones de vida de quienes
trabajaban allí, y el hecho de que los productos que fabricaban en condiciones
de semiesclavitud estaban destinados a lucir en las perchas de las tiendas
occidentales. En este caso a España le toca muy de cerca, ya
que Mango era, junto a la irlandesa Primark, la principal destinataria de esos
textiles que se cosían en el edificio siniestrado. No es una novedad, pero
si usted no lo sabe, debiera ser consciente de que los productos que utilizamos
en nuestro día a día, tanto para vestir como para el ocio, la cultura y muchos
otros fines, son creados, ideados y diseñados en países como el nuestro, el
primer mundo, pero son montados y ensamblados en el tercer mundo, y traídos de
vuelta a nuestros mercados en inmensos barcos cargados de contenedores hasta
niveles que le hacen a uno pensar que si no se hunden es un milagro. Los bajos
costes de la mano de obra y la perfecta gestión logística, unida al inmenso
número de pedidos que se trabajan en los encargos, hacen que el precio final de
la unidad que pagamos en la tienda sea tan ridículamente bajo. ¿Cuánto pueden
costar unos pantalones? ¿10 o 15 euros? Si uno se pone a pensar en todos los
procesos que se encuentran cosidos a los bolsillos del pantalón que se está
probando, empezando por la plantación del algodón hasta el embalaje del
producto, pasando por cientos de procesos fabriles, se da cuenta de que el
precio de la etiqueta es muy bajo. Y hechos como este desastre de Bangladesh pone
sobre nuestros ojos uno de los principales factores que hacen que ese precio
sea como es, las condiciones en las que se trabaja en esos países para
satisfacer la demanda occidental. Ropa, calzado, iphones…todo lo que usted se
pueda imaginar se ensambla en inmensos complejos industriales donde miles,
millones de personas, trabajan en condiciones dickensianas durante muchísimas
horas al día a cambio de salarios infames, logrando así que la cadena de
producción no pare y que los costes sean contenidos. A veces estas condiciones
laborales son difíciles de creer, pero se dan, seamos conscientes. Hay un
argumento de peso para defender esta situación, y es que la población que así
trabaja vivía aún peor antes de que los negocios fabriles se instalaran en
aquellos países, dado que estaban anclados a una agricultura de subsistencia
que era la causa de frecuentes hambrunas y éxodos. Eso es cierto, y en todos
los países del sureste asiático la riqueza que ha generado la globalización,
que está detrás de todo esto, ha permitido que millones de personas salgan de
la pobreza a cambio de un trabajo en una cadena de montaje que a cualquiera de
nosotros nos parecería lo más cercano a un campo de concentración. Por ello, la
discusión sobre si esto es mejor que lo que había antes tiene poco recorrido,
lo más interesante es ver si lo que existe ahora puede o debe ser mejorado, y
me parece que las dos cuestiones tienen una respuesta obvia, pero con un
corolario desagradable. ¿A qué coste?
Nos hemos hecho adictos a una
cultura de consumo low cost, donde todo cuesta poco, y se tira cuando no vale
para cambiarlo por otra cosa. Ni valoramos el trabajo ni el esfuerzo que se
encuentra detrás de los productos, y sólo buscamos precios bajos, cuanto más
bajos mejor. Si los trabajadores de ese edificio de Bangladesh hubieran
disfrutado de mejores condiciones laborales y eso se hubiera traducido en una
subida del precio de los productos en la tienda, ¿estaríamos dispuestos a
pagarlo? ¿Cuántos consumidores aceptarían subidas de precio a cambio de
condiciones laborales dignas en la cadena de producción? ¿Lo haría usted? Piénselo
un instante cada vez que tenga en sus manos cualquier producto, y dese cuenta
de todo lo que ha podido suceder para que llegue hasta sus manos.
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