… y Mario habló, y los mercados
acogieron su palabra. Desde su puesto elevado, con porte elegante y tono
pausado, Mario se dirigió a la multitud congregada para escuchar su mensaje, y
viendo tanta expectación, se sintió consolado. Hombres y mujeres venidos desde
los más remotos confines de la Europa que Mario rige con vehemencia y
sabiduría, aguardaban expectantes las palabras del guía, la iluminación de su
discurso, la concreción de los rumores que se escuchaban en plazas y mercados
desde hace semanas. ¿Bajará Mario los tipos, ayudará a las PYMES, logrará que
fluya el crédito?
Los llegados desde los lugares
más remotos del imperio, los países del sur, con sus sandalias rotas y túnicas
raídas, antaño lujosas, hoy depauperadas, esperaban las palabras de Mario como
un consuelo, un bálsamo que aliviase sus dolores. Aunque desde hace tiempo el
euríbor, tipo de referencia en los créditos hipotecarios, llevaba muy por debajo
de los tipos oficiales y señalaba ese 0,5$% que se ansiaba oír, el clamor del
sur era grande para lograr que los labios de Mario, el grande, pronunciasen esa
cifra, y hablaran de liquidez para regar de dinero los agostados campos
empresariales del sur, destruidos por la burbuja inmobiliaria que arrasó las
buenas empresas cuando la caída de las malas se llevó todo por delante. Sin
embargo, muchos de los que acudían a la cita, provenientes de las ricas
economías del norte, que durante años han sido laboriosos, ordenados, frugales
en el consumo y depositantes de su ahorro en entidades que han financiado la
burbuja del sur, veían cada vez con más preocupación al deriva populista de
Mario, uno de los suyos, criado entre sus costumbres austeras y de rígida moralidad,
bañado desde pequeño en ríos norteños, fríos y caudalosos, que arrastran sobre
sus espaldas las barcazas llenas de mineral y productos que alimentan el
complejo industrial que domina Europa. Ese Mario, al que antes oían decir las
palabras que tanto les gustaba, empieza a tener un discurso demasiado centrado
en los harapientos del sur, en aquellos que se gastaron lo que no tenían, que
recurrieron a los dineros y bienes de los que los norteños habían renunciado a
consumir para guardarlos a la espera de un futuro que no llegaba. Acostumbrados
a la sobriedad y decoro, veían cada vez con peores ojos esas multitudes que se
agolpaban en busca del mensaje de Mario que, como hordas enfurecidas, clamaban
para que el elegido les mirase y complaciera, aullaban a la espera de las
palabras del guía, y reclamaban para sí toda su atención. Algunos de los
norteños, los más silenciosos pero mordaces, creían que Mario les había
traicionado, que se estaba cargando al herencia que para él habían reunido, que
tentado por los aíres de un sur que vivió en su niñez, Mario cada vez tenía un
corazón más latino y menos germánico, y era presa de sus pasiones, abandonando
la razón que debía guiarle. En silencio, criticaban su postura y amenazaban con
llevar la contraria a sus palabras, pero sin que esta opinión trascendiera, a riesgo
de ser linchados por la muchedumbre que, cada vez más ruidosa y en mayor
número, se agolpaba frente a la montaña a la que Mario iba a ascender para
proclamar su mensaje. Y entre ambos grupos se encontraban los provenientes de
la antigua Lutecia, llamados los parisinos, que no se decantaban por ninguno de
los bandos. Seguían mostrando ropajes dorados y suntuosos, pero era evidente a
la vista de todos que señalaban más una gloria pasada que un próspero presente.
Partido su corazón entre el deseo de unirse a los germánicos, pero con la
sensación de ser cada vez más sureños, los parisinos esperaban el mensaje n
silencio, indiferentes, pero con un temor que creciente, notando que cada vez
que viajaban a la montaña de Mario notaban más la falta de oxígenos y el ahogo
crecía en ellos.
Y llegó el momento, y Mario se
hizo presente entre los suyos. Ungido con la gloria del euro, como sumo
sacerdote de la moneda, envuelto
en los nuevos ropajes del cinco, mando callar a los miles que se
congregaban bajo sus pies, que obedecieron como si fueran uno solo, y pronunció
las palabras esperadas “bajaré
los tipos un cuarto de punto hasta el 0,5%” y al instante la multitud saltó
de alegría, el clamor de fiesta se extendió por las faldas de la montaña y
llegó a lo profundo del valle. Muy pocos de los presentes no llegaban a
escuchar el resto de las palabras de Mario, ahogadas por el ensordecedor frenesí,
pero saltaban y batían las palmas sin saber por qué, unidos a la multitud que
coreaba el nombre de su mesías: Mario! Mario! Mario! Mario!
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