viernes, mayo 03, 2013

El gran Mario


… y Mario habló, y los mercados acogieron su palabra. Desde su puesto elevado, con porte elegante y tono pausado, Mario se dirigió a la multitud congregada para escuchar su mensaje, y viendo tanta expectación, se sintió consolado. Hombres y mujeres venidos desde los más remotos confines de la Europa que Mario rige con vehemencia y sabiduría, aguardaban expectantes las palabras del guía, la iluminación de su discurso, la concreción de los rumores que se escuchaban en plazas y mercados desde hace semanas. ¿Bajará Mario los tipos, ayudará a las PYMES, logrará que fluya el crédito?

Los llegados desde los lugares más remotos del imperio, los países del sur, con sus sandalias rotas y túnicas raídas, antaño lujosas, hoy depauperadas, esperaban las palabras de Mario como un consuelo, un bálsamo que aliviase sus dolores. Aunque desde hace tiempo el euríbor, tipo de referencia en los créditos hipotecarios, llevaba muy por debajo de los tipos oficiales y señalaba ese 0,5$% que se ansiaba oír, el clamor del sur era grande para lograr que los labios de Mario, el grande, pronunciasen esa cifra, y hablaran de liquidez para regar de dinero los agostados campos empresariales del sur, destruidos por la burbuja inmobiliaria que arrasó las buenas empresas cuando la caída de las malas se llevó todo por delante. Sin embargo, muchos de los que acudían a la cita, provenientes de las ricas economías del norte, que durante años han sido laboriosos, ordenados, frugales en el consumo y depositantes de su ahorro en entidades que han financiado la burbuja del sur, veían cada vez con más preocupación al deriva populista de Mario, uno de los suyos, criado entre sus costumbres austeras y de rígida moralidad, bañado desde pequeño en ríos norteños, fríos y caudalosos, que arrastran sobre sus espaldas las barcazas llenas de mineral y productos que alimentan el complejo industrial que domina Europa. Ese Mario, al que antes oían decir las palabras que tanto les gustaba, empieza a tener un discurso demasiado centrado en los harapientos del sur, en aquellos que se gastaron lo que no tenían, que recurrieron a los dineros y bienes de los que los norteños habían renunciado a consumir para guardarlos a la espera de un futuro que no llegaba. Acostumbrados a la sobriedad y decoro, veían cada vez con peores ojos esas multitudes que se agolpaban en busca del mensaje de Mario que, como hordas enfurecidas, clamaban para que el elegido les mirase y complaciera, aullaban a la espera de las palabras del guía, y reclamaban para sí toda su atención. Algunos de los norteños, los más silenciosos pero mordaces, creían que Mario les había traicionado, que se estaba cargando al herencia que para él habían reunido, que tentado por los aíres de un sur que vivió en su niñez, Mario cada vez tenía un corazón más latino y menos germánico, y era presa de sus pasiones, abandonando la razón que debía guiarle. En silencio, criticaban su postura y amenazaban con llevar la contraria a sus palabras, pero sin que esta opinión trascendiera, a riesgo de ser linchados por la muchedumbre que, cada vez más ruidosa y en mayor número, se agolpaba frente a la montaña a la que Mario iba a ascender para proclamar su mensaje. Y entre ambos grupos se encontraban los provenientes de la antigua Lutecia, llamados los parisinos, que no se decantaban por ninguno de los bandos. Seguían mostrando ropajes dorados y suntuosos, pero era evidente a la vista de todos que señalaban más una gloria pasada que un próspero presente. Partido su corazón entre el deseo de unirse a los germánicos, pero con la sensación de ser cada vez más sureños, los parisinos esperaban el mensaje n silencio, indiferentes, pero con un temor que creciente, notando que cada vez que viajaban a la montaña de Mario notaban más la falta de oxígenos y el ahogo crecía en ellos.

Y llegó el momento, y Mario se hizo presente entre los suyos. Ungido con la gloria del euro, como sumo sacerdote de la moneda, envuelto en los nuevos ropajes del cinco, mando callar a los miles que se congregaban bajo sus pies, que obedecieron como si fueran uno solo, y pronunció las palabras esperadas “bajaré los tipos un cuarto de punto hasta el 0,5%” y al instante la multitud saltó de alegría, el clamor de fiesta se extendió por las faldas de la montaña y llegó a lo profundo del valle. Muy pocos de los presentes no llegaban a escuchar el resto de las palabras de Mario, ahogadas por el ensordecedor frenesí, pero saltaban y batían las palmas sin saber por qué, unidos a la multitud que coreaba el nombre de su mesías: Mario! Mario! Mario! Mario!

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