La semana pasada tuvo lugar un
episodio que ejemplifica cómo (de mal) nos enfrentamos como sociedad a los
problemas y el dogmatismo que impera en los debates en este país, y en un
asunto algo más técnico como es el de la economía. Todo comenzó cuando el
comisario europeo de empleo, llamado László Ándor, sugirió que España debiera
adoptar el contrato único como remedio ante el inaceptable nivel de paro. Y
obró el milagro de la unidad, porque todos los partidos, sindicatos,
empresarios y medios de comunicación bramaron contra su persona, currículum,
experiencia e incluso puede que sobre su gusto a la hora de escoger corbatas.
Sospechosa unanimidad.
Vaya por delante que yo estoy a
favor de implantar ese tipo de contrato en España, y con él eliminar la maraña
de contratos existentes en la actualidad. Como no soy un experto en derecho, ni
laboral ni de otro tipo, he leído varios artículos al respecto y, sinceramente,
me han convencido mucho más los que lo defienden que los que lo critican. La
idea surgió del grupo de los 100 economistas reunidos en torno a FEDEA, y ha sido explicada en detalle
en varios artículos, como por ejemplo este y sus aspectos jurídicos en
este otro post. Se trata esencialmente de eliminar casi todos los tipos de
contratos existentes (quitando algunos específicos por motivo de baja) y crear
un contrato único indefinido de indemnización creciente en el tiempo. Los
términos y cuantías se pueden determinar, pero la idea es que se empiece con
una indemnización de entorno a los 10 días por año trabajado y que de ahí en
adelante cada año de permanencia en la empresa suponga dos o tres días más, de
tal manera que el trabajador va consolidando su estabilidad en el empleo y el
empresario no se ve en la tesitura de escoger entre tener un contratado
temporal desmotivado o un fijo de elevado coste de despido. Con ello se
pretende atajar uno de los males más profundos de nuestro mercado laboral, que
es la llamada dualidad. Y es que en este país hay dos tipos de trabajadores.
Unos, entre los que me incluyo, tenemos contratos indefinidos de máxima
protección, susceptibles de ser rescindidos, sí, pero que son lo más caro que
se pueda definir por la ley para que ese despido sea lo menos probable posible.
Frente a ellos, nosotros, se encuentran millones de personas con contratos
temporales, de baja indemnización, en torno a esos 10 días, algunos de cuyos
contratos tienen sentido por el carácter estacional del empleo (turismo,
recolección, etc) pero que en la mayor parte de los casos suponen un abuso de
ley dado que la empresa hace un flagrante uso de esa figura para disminuir los
costes de despido y mantener una plantilla rodante lo más grande posible. Más
allá de la desmotivación que supone mantenerse mucho tiempo en esa situación,
que es un factor de insatisfacción grave en sí mismo, resulta obvio que el
ajuste de plantilla en caso de crisis recaerá sobre manera en los temporales
baratos, mientras que los fijos caros permanecerán en sus puestos.
Simplificándolo mucho, los que estamos a este lado del castillo vemos como fuera
de las murallas caen sin cesar valientes soldados temporales, y por cada uno de
ellos que cae uno de nosotros se salva de hacerlo. La muralla que el temporal
no puede ascender es el salto de indemnización que se da desde los diez a los treinta
y tres, y el contrato único ofrece la posibilidad de convertir esa muralla en
una rampa, con lo que muchos de esos empleados usados como colchón de ajuste y
que saltan sin fin de un lugar a otro podrían conseguir una estabilidad mayor
en el futuro, y no verse abocados a la desesperante situación actual, muy
injusta para ellos pero, no lo olvidemos, que permite que nuestra posición
indefinida esté mucho más asegurada.
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