Ayer tuve la oportunidad de
asistir a una charla de carácter bastante íntimo entre el filósofo Javier Gomá
y el periodista Antonio San José. Celebrada en la librería Rafael Alberti,
rodeados de volúmenes por todas partes y ante un pequeño y entregado auditorio,
San José realizaba preguntas que Gomá, utilizaba para explayarse en su concepto
de filosofía, de vida, de impulso literario, para relatar su visión de las
cosas, de los conceptos y de cómo ha llegado a desarrollarlos a través de una
vida dedicada de manera obsesiva a la generación de textos que, en torno a la
idea de la ejemplaridad, le han llevado a un involuntario estrellato mediático.
Pero no es de filosofía de lo que
hoy quiero hablarles, no, sino de política, o mejor aún, de su exceso. Comentó
ayer Gomá que vivimos en una sociedad y en un país donde el posicionamiento
ante las realidades que observamos es una dicotomía de blanco y negro, de unos
y otros, de un simplismo aterrador, de un maniqueísmo absurdo, y que se llega
al absurdo de que etiquetamos a las personas en función de una opinión que den
y esa etiqueta nos sirve para extrapolar lo que van a opinar de todo lo humano
y divino imaginable. A él esto le aburre, asusta y, en cierto modo, indigna, y
reclama para sí lo que llama el derecho a escaquearse, a huir de esta batalla
de posiciones enfrentadas, a renunciar a opinar sobre temas que están tan
polarizados en la sociedad que el mero hecho de afrontarlos desde una óptica o
desde otra ya impide desarrollar el discurso complejo que se requiere para
analizarlos. Dicha la primera frase sobre algo, la mayoría de la audiencia
intuye que partido o postura apoya el opinador y ya no escucha el resto,
dedicando el resto del tiempo a alabarlo con grandes loas o a criticarlo
tachándolo de cualquier cosa. Es una situación infantil, absurda, que cada vez
detecto más en los medios de comunicación, en mi entorno y allá donde vaya. Personalmente
me gusta opinar de los temas, tengo posturas más o menos formadas sobre muchos
de ellos y sobre otros me debato entre dudas y angustias propias del que no lo
sabe todo, pero no rehúyo los debates (de hecho trato de fomentarlos cada
mañana desde este pequeño hueco de la red) pero en muchas ocasiones me
encuentro con que mi postura o la de mis contertulios, por usar un término
popular en nuestros tiempos, es criticada desde el principio, al poco de haber
sido expuesta, sin ni siquiera desarrollarla. Y no nos engañemos, muchas de las
situaciones de las que discutimos día a día, y emitimos opiniones con una
ligereza impropia, son de una complejidad que nos desborda por completo. Miles,
millones de páginas se han escrito y se escribirán sobre la crisis económica
que vivimos y padecemos, que lo primero que demuestran es que su dimensión y
complejidad es enorme, y que ante semejante problema las recetas fáciles, de
manual y de aplicación instantánea no son útiles. Es necesario, en este y otros
muchos casos, estar informado de lo que sucede, haber estudiado bien el
problema y tras ello, emitir una opinión que, en todo caso, debe estar marcada
por la duda razonable de que se puede estar equivocado en muchas de las cosas
que se digan, que la experiencia personal ante el tema del que se habla puede
ser un sesgo a la hora de emitir juicios generales, y que pontificar acusando a
todo el mundo de todo y proclamándose mensajero de la verdad es muy sencillo,
pero en demasiadas ocasiones es sólo ejemplo de demagogia y populismo. Y en
épocas como las actuales, donde la complejidad de los problemas no deja de
crecer, y la interrelación entre todos ellos se vuelve cada vez más y más
intensa, cuando más necesario debiera ser el debate sereno, sosegado, experto y
dubitativo, más dogmatismo, etiquetas y voces se escuchan en los medios, en los
bares y en los pasillos de las oficinas. Paradójico, pero así es.
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