Ayer hablé de como la ciencia
está cambiando de manera acelerada lo que entendemos por vida en la tierra, o
al menos cómo funciona y se reproduce. Las grandes preguntas sobre la vida son
cómo surge y si la hay fuera de nuestro planeta. La primera de ellas es la más
compleja, la segunda, condicionada a la primera, requiere además que encontrar
planetas “habitables” en el espacio exterior. Hasta hace unos años esta
pregunta era una mera conjetura, hipótesis científica. Desde hace pocos la
búsqueda de exoplanetas se enfrenta al problema de la catalogación, porque
aparecen por todas partes. Es una de las mayores resoluciones de la astronomía
en siglos, y está sucediendo ahora mismo.
Los sistemas de detección de
planetas son complejos y sujetos a amplios márgenes de error. Por definición,
un planeta no brilla, en todo caso refleja la luz que recibe de su estrella, y
no puede ser “visto” de la manera tradicional. Simplificando mucho hay dos
maneras de encontrarlos. Una es por la disminución de la intensidad de la luz
que emite la estrella en torno a la que orbita cuando pasa entre ella y
nosotros. Comparemos la estrella con una bombilla y el planeta con una mosca.
Cuando la mosca pasa delante de la bombilla la luz que recibimos de ésta
disminuye, muy poco, al interponerse un objeto opaco entre medias. Dado que
aquí no existe una pared en la que proyectar la sombra de la bombilla, si
detectamos que periódicamente la intensidad sufre altibajos podemos suponer que
“algo está dando vueltas en torno a la estrella. Otro método, similar en su
carácter deductivo, pero más refinado, es el de detectar las oscilaciones
gravitatorias que genera el supuesto planeta en la estrella. Si observamos el
astro y detectamos fluctuaciones en su posición podemos deducir que se debe a
que un objeto pesado gira en torno a ella y como resultado del juego
gravitatorio el sistema estrella – cuerpo tiene un centro de gravedad en torno
al que oscila. Esto puede parecerles fantasioso, pero es lo que sucede sin ir
más lejos, entre la Tierra y la Luna. La marea terrestre es influjo de la
atracción lunar, y el sistema Tierra Luna gira en torno a un punto que, dada la
diferencia de peso de nuestro planeta frente a la luna, cae dentro de nuestra
corteza, pero no es el centro de la tierra. A medida que los instrumentos de
detección se han ido refinando la posibilidad de detectar objetos ha crecido, y
como era de esperar los primeros planetas descubiertos fueron los llamados tipo
Júpiter, grandes bolas de gas que generan intensos efectos gravitatorios y
lumínicos. Poco a poco la lista de planetas ha ido creciendo, y la siguiente
categoría descubierta fueron las llamadas Supertierras, planetas sólidos de
grandes dimensiones que en ningún caso eran asimilables a nuestro hogar, pero ya
indicaban que los objetos rocosos, o al menos sólidos, no eran una excepción en
el espacio exterior. Además en muchos casos se repetía el patrón del sistema
solar, con grandes planetas gaseosos en órbitas alejadas y planetas sólidos de
menor tamaño en órbitas interiores. ¿Un modelo generalizable? No tanto, pero sí
presente en varios de los sistemas detectados. El descubrimiento del sistema
Gliese 581 en 2009 supuso la primera ocasión en la que se encontraron objetos “similares”
a la Tierra en la llamada zona de habitabilidad de la estrella, el espacio
en el que, para entendernos, no hace demasiado frío ni demasiado calor, que
para nuestro sol comprende las órbitas situadas un poco más lejos de venus y un
poco más cerca que Marte. Pero la bomba en esta apasionante materia se produjo
hace pocas semanas, cuando la misión Kepler de la Nasa, destinada a detectar
este tipo de objetos, hizo público el descubrimiento del sistema 62, en la
constelación de Lira, lejos, a algo más de 1.000 años luz de distancia, pero
dotado de un montón de planetas. Y
de entre ellos destacan dos joyas, denominadas Kepler 62e y 62f (sí,
nombres fríos y faltos de poética para un asunto tan caliente) que, esta vez
sí, son lo más parecido que hemos encontrado a nuestro hogar ahí arriba.
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