Ayer por la tarde, tras despedir
a un amigo mío que había venido a pasar el fin de semana en Madrid y sentir, viniendo
del norte, como la primavera de la meseta es muy parecida al invierno, me quedé
en casa revisando la prensa del fin de semana, que no había podido leer al
estar casi todo él fuera, paseando, viendo exposiciones y charlando. Tenía
bastante papel por delante así que, tras una buena duha y ver las noticia,
apagué al tele y me puse a revisarlo todo, notando como poco a poco el mediodía
luminoso se iba poniendo oscuro.
Artículos más o menos
interesantes, reportajes variados, y así avanzaban las horas hasta que a eso de
las 19, no se exactamente los minutos, un rumor proveniente de la calle se
elevó ligeramente por encima de la música que estaba escuchando (el arte de la
fuga de Bach, BWV 1080 en la versión del conjunto de cuerda Freetwork,
maravillosa) y en lo primero que pensé fue en una tormenta, aunque luego me
desmentí a mi mismo porque, pese a que la previsión anunciaba riesgo de
chubascos por la tarde, me parecía demasiada casualidad que cayeran tantas
tormentas en días seguidos, dado que el sábado nos libramos de una por los
pelos. Cuando el segundo “rumor” se elevó más claro y contundente que el
anterior dejé atrás mis dudas y, apagando el equipo de música, acudí a la
ventana a contemplar el cada vez más limitado paisaje del que dispongo gracias a
la política de no poda de los árboles del barrio. Y allí entre el follaje, las
ramas y las hojas que todo lo cubrían, tenía sobre mi cabeza un cielo negro,
oscuro, amenazador, sin formas definidas, continuo como una tela o dosel, del
que empezaban a caer tímidas gotas, no muy gordas, pero que en el silencio de
la tarde se oían perfectamente. Y tras lo que parecía un fogonazo, un nuevo
trueno, esta vez inconfundible, sonoro y grave, que parecía estar bastante
cerca. Con la ventana del salón abierta contemplaba las nubes y, refugiando mi
cabeza bajo el extractor del aire acondicionado del vecino, veía como las
tímidas gotas del principio habían reclutado a una tropa de fornidas seguidoras
que, animadas, caían con mayor estrépito y volumen, empezando a empapar el
suelo, mientras que nuevas descargas se oían, de manera consecutiva y cada vez
más cercana. Y todo ello en medio de un frío espantoso, impropio de un mes de
Mayo, que provocaba que saliera el vaho de mi boca como si estuviéramos en el
invierno que parece que nunca vayamos a abandonar. En unos minutos, junto a las
gotas, empezaron a caer bolas de granizo, pequeñas, como guisantitos o granos
de maíz, livianas, que rebotaban contra los tejados, ramas y postes, y
adoptaban todo tipo de trayectorias antes de llegar al suelo. Su impacto contra
el patio de mi casa generaba un ruido como de muchas canicas cayendo sobre el
suelo, pero era más la sensación que el tamaño de los objetos que se
precipitaban. Pese a que por unos instantes lo intentó, el granizo duró poco
tiempo y la lluvia fue la que, intensa, racheada y zarandeada por el viento, se
hizo dueña de la situación, desbordando rápidamente las canaletas de agua sitas
junto a las aceras y convirtiendo a las alcantarillas en improvisados surtidores
de agua, barro y hojas. Mientras, los rayos seguían cayendo con ganas y lo que
se presumía una apacible y fresca tarde de Domingo se había convertido en
apenas unos minutos en una desapacible noche invernal de tormenta y agua.
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