Tras unos días sin hablar de
asuntos económicos me temo que hoy voy a empezar la semana con economía de la
dura, que aunque no lo parezca puede ser mucho más emocionante que otros temas
que llenan las portadas, como el nombre del último nuño mimado fichado por
decenas de millones de euros por una entidad deportiva, por llamarla de alguna
manera. No, voy a hablar de millones, sí, pero de muchos, de miles de ellos,
concretamente de yenes japoneses, y es que desde hace unos meses en Japón está
en marcha un experimento que no se si dispone de precedentes comparables en las
economías occidentales, y que de su resultado puede depender nuestra
recuperación económica o la prolongación ad eternum de la situación actual.
Japón, en los ochenta segunda
potencia económica mundial y competidora de EEUU en muchos aspectos al mismo
nivel, sufrió el reventón de una burbuja inmobiliaria desaforada y, desde hace
décadas, se encuentra en estado de crisis permanente. Sólo por la frase
anterior su atención ha debido de sufrir un respingo y se ha puesto en alerta
al encontrarse con algo muy familiar. Desde entonces Japón lo ha intentado casi
todo: planes de estímulo fiscal, recapitalización bancaria, quiebras
controladas… medidas que, aplicadas por distintos gobiernos, no han logrado
evitar que la economía nipona se separara de una senda de crecimiento
prácticamente nulo, con pequeños altibajos al alza y a la baja, y una inflación
casi inexistente, que presenta recurrentes procesos deflacionarios de mayor o
menor intensidad, claro síntoma de la gravedad de la enfermedad que sufre la
economía del país. Todo esto era sabido por muchos expertos, pero nadie se fijó
realmente en lo que allí estaba sucediendo hasta que en 2008 la crisis estalló
y muchos países nos fuimos por el sumidero que se abrió tras el reventón de
nuestra particular burbuja. Así discurrían las cosas, como usted tan bien
conoce gracias al curso intensivo de economía que recibimos día a día, hasta
que a finales de 2012, en las enésimas elecciones japonesas, ganó el Shinzo
Abe, presidente del Partido Liberal Democrático, el que más ha gobernado en
aquel país desde el final de la Segunda Guerra Mundial, y anunció que, re
resultar victorioso, llevaría a cabo un profundo plan de estímulo financiero
para sacar al país de la postración, y que el Banco de Japón, BoJ, se
implicaría a fondo para lograrlo. Aquellas declaraciones fueron vistas en
principio con indiferencia, otro primer ministro japonés que dice mucho y no es
capaz de hacer nada, pero la alusión al BoJ fue otra cosa, porque por primera
vez en décadas un gobernante occidental se saltaba la norma, instaurada como
ley en muchos países, de la independencia del Banco Central respecto al
gobierno. ¿Sacrilegio? ¿Blasfemia? ¿Impostura? Las dudas sobre esas palabras se
despejaron muy pronto tras la victoria de ABE, y es que a las pocas semanas de
la misma, Haruhico Kuroda, el gobernador del BoJ, anunció la puesta en marcha
de una agresiva, inédita y rompedora política monetaria cuyo objetivo era
doblar la base monetaria del país para 2015, comprando para ello cantidades
ingentes de deuda pública y emitiendo moneda hasta donde fuera necesario. Tres
eran los objetivos perseguidos por esta inyección salvaje: Estimular el
crecimiento económico, elevar el nivel de inflación del país para reducir el
importe de la deuda y atajar el fantasma de la deflación, y devaluar el yen
para hacer más competitiva a la economía japonesa, que ve como Corea del Sur le
roba mercados sin parar, y así vía exportaciones incrementar aún más el
crecimiento. De paso, Kuroda llegó a decir que esperaba que el Nikkei, índice
de la bolsa de Tokyo, subiera apreciablemente y así el llamado efecto riqueza
asociado al ascenso de las cotizaciones contribuyera a todo lo anterior. Y
dicho y hecho, empezó la expansión monetaria y la bolsa japonesa se disparó y
el yen se hundió.
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