Como todos los 9 de Mayo, hoy
se celebra el día de Europa, fiesta de la Unión que trata de recordar los
valores que fueron emanados en la declaración de Robert Schuman de 1950, que
supuso el pistoletazo de salida y el marco conceptual del que surgiría el
Tratado de Roma de 1957, y desde ahí hasta nuestros días. Como en nuestro
trabajo gestionamos fondos europeos haremos un acto oficial a media mañana, con
discursos protocolarios frente a nuestras oficinas, el izado de la bandera de
las doce estrellas y la audición del fragmento de la Oda a la Alegría de la
novena de Beethoven, que es el himno de la UE:
El lema oficial de la UE es
“unidos en la diversidad” pero he titulado mi artículo de hoy justo a la
inversa porque, año tras año, la crisis económica que padece el continente va
degenerando en una crisis política y de identidad. Si cada aniversario de la UE
se convertía en años pasados una cita para hacer chistes sobre si será el
último o no en función de lo que pasara con el euro, a esa preocupación ya se
le pueden sumar todas las referidas a la crisis del sueño europeo en sí mismo,
a la sensación de que la Unión empieza a ser cada vez menos unida. Pocas veces
se llegará a esta fecha con un sentimiento europeísta tan débil como el que
ahora reina en el conjunto de los países que conformamos este club, ya que si
era hasta cierto punto tradicional que naciones como el Reino Unido o las
nórdicas mostraran un cierto desapego al proyecto, las altas tasas que
reflejaban un sincero deseo de unidad europea que reinaban en los países del
sur se han convertido en minoría, y siguen decreciendo a medida que las instituciones
europeas se ven cada vez más como irritantes madrastras que no dejan de
castigar e imponer. Una de las principales muestras de que esa sensación de
unidad se desvanece es que retorna con fuerza el fantasma del nacionalismo, uno
de los mayores males que ha afligido al continente a lo largo de su historia, y
cada vez se escuchan en más discursos y declaraciones epítetos referidos a
nacionalidades europeas con objeto de ser arrojados en la cabeza de sus
destinatarios. Los griegos gandules, españoles perezosos, franceses orgullosos,
mafiosos italianos, rígidos alemanes, intransigentes holandeses, dictatoriales
finlandeses… y así indefinidamente, en una carrera por ver quién dice el tópico
más bruto y desconsiderado. Estas alusiones nacionales demuestran la raíz del
problema, la causa original por la que se fundó en su momento la Comunidad
Económica Europea, que no fue otra que lograr de una vez por todas la paz en un
continente arrasado por guerras civiles, las últimas de las cuales, I y II
Guerra Mundial, implicaron al mundo entero. Millones de muertos, destrozos sin
fin y un horror como no nos podemos imaginar llevaron a que un grupo de
intelectuales y estadistas, de esos de los que tanta falta nos harían hoy en
día, diseñaran un proyecto de unión económica entre países, una vía para crear
lazos de solidaridad e intereses que, con el tiempo, fructificasen en acuerdos
de integración política y social. La economía fue en aquel momento la excusa, la
herramienta para lograr la unión, no el objetivo de la misma. Esto es un
mensaje crucial que hemos olvidado por completo, y que es la base de la Europa
unida. El objetivo final era integrar a los europeos en una comunidad de intereses,
en una sociedad lo más cohesionada posible, que comparte unos valores muy
profundos sobre lo que es el derecho, las libertades civiles y económicas, la
tradición productiva y la seguridad jurídica, que posee un enorme acervo
histórico que la une y que le permite hablar del concepto de Europa como una
entidad en sí misma, dotada de personalidad y rasgos específicos. Por eso surge
el proyecto europeo, para dar forma a esa entidad y que sirva para exorcizar
los demonios de la guerra y del enfrentamiento entre las naciones.
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