Grecia sigue actuando como alumno
aventajado, o mejor, como aventurado sherpa, que va delante nuestro en el
camino al desastre y nos indica cuáles pueden ser los siguientes pasos en los
que nos partamos la crisma. La
súbita y radical decisión de suprimir la televisión pública, tomada en la tarde
del Miércoles y ejecutada a las 12 de la noche de ese mismo día muestra
hasta qué punto el actual gobierno griego es incapaz de controlar la situación
y toma las medidas en función exclusivamente de la prisa que le imponen los
acreedores, lo que es el camino más seguro para acabar impagando y ser apaleado
por ellos.
Sobre el asunto de la televisión
pública hay muchas cosas que se pueden decir, empezando porque se debe huir de
la demagogia que llena el debate desde ambos extremos en España. Mi postura es
que sí es necesaria una televisión pública, pero que emita contenidos que, por
su propia naturaleza, no pueden ser emitidos por los canales privados, que
cuente por ello con una financiación clara y pública, bien sea vía impuestos o
canon de emisión a pagar por el televidente, y que no sea objeto de manipulación
o uso por parte del gobierno de turno. Cumpliendo estas tres condiciones la
televisión pública no sólo es útil, sino también necesaria. Canales como el 24
horas o despliegues informativos como los que realiza TVE sólo tienen sentido
en el marco de una entidad pública, porque lo que da dinero es “Gran Marrano
14”, el fútbol o “enmiérdame deluxe”, y eso no es servicio público (en todo
caso lo será púbico). Sin embargo en España vivimos en una mezcal confusa de
mundos respecto a la televisión que hace que el problema sea complejo. A nivel
nacional tenemos a RTVE, una enorme empresa pública que registra pérdidas y que
cumple en gran parte los estándares de calidad y objetividad que antes
mencionaba, pero que aún debe pulir algunos aspectos, y que se financia de una
manera confusa, compleja, discutida y nada clara, y que sigue queriendo
competir de igual a igual con los canales privados a la hora de producir
series, concursos o magacines. Y luego tenemos el desastre autonómico, decenas
de canales de televisión que emiten en cada CCAA con unas plantillas
completamente sobredimensionadas, programaciones de baja audiencia, escaso
servicio público y, de manera casi unánime, al servicio del gobierno de turno,
siendo en gran parte meros altavoces de propaganda de las bondades del
gobernante que, desde su palacio despótico, vela por el interés de los súbditos
de la región. Teleespe en Madrid, Telebatzoki en el País Vasco, o Telegriñán en
Andalucía pueden ser casos de denominaciones gratuitas y cachondas, pero que reflejan
muy bien qué es lo que se emite en esos canales y cómo se trata la información.
Si en momentos de bonanza económica no tenía sentido gastar dinero en
plataformas de este tipo, pero se hacía, ahora que nos hemos estampado contra
el suelo y vamos a reptar por él durante muchos muchos años el dispendio que
suponen estas empresas autonómica es, simplemente, insultante. No tiene sentido
que se cierren consultas hospitalarias, se recorte en becas y en asistencia a
dependientes y que los entes de televisión regional no sufran el más mínimo
recorte, aunque, mal pensado que es uno, tiene todo el sentido del mundo. Y es
que es ahora, en medio del desastre, cuando el gobernante más necesita el
altavoz, la caja tonta, la propaganda con trompetería digital, para convencer
al votante de que todo es por su bien. Esa, y no otra, es la única causa por la
que entes subrrealistas como Canal 9, de la Comunidad valenciana, con más de
mil empleados (más que la suma de Tele5 y Antena3 juntas) sigue en pie en medio
del erial en el que se ha convertido la región levantina. No puede haber otra
explicación.
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