Ver llover relaja. El ruido continuo
y monótono de las gotas cayendo, de los hilillos que conforman sobre el asfalto
y acera, incluso el sonido que producen los coches al pasar sobre el pavimento
mojado. Los sonidos que asociamos a la lluvia son refrescantes, ayudan a
concentrarse, tienen una cadencia repetitiva que sirve como pauta o guía de
meditación, y que muchas personas necesitan oír de vez en cuando, que echan de
menos, más incluso que el agua en sí, necesaria para la vida y el entorno.
Aunque pueda ser un fastidio, la lluvia es buena.
Que no deje de llover puede ser
agobiante, duro y motivo de depresión. Día tras día, noche tras noche, una
película de agua que cae sobre el suelo desde un cielo gris y encapotado, que
nunca deja ver el sol, hace que muchas personas caigan en la melancolía, se
agobien y entristezcan. La actividad en las calles se reduce y los comercios y
terrazas, que viven del trajín de los viandantes, tengan estos intenciones de
compra o no, se quedan solos y con sus mesas y sillas convertidas en tristes
estampas de soledad cubiertas por la lluvia. Una terraza, con su mesa goteando
y sillas empapadas, es sinónimo de tristeza, de plan frustrado, de oportunidad
perdida, de momento de ocio que, por causa del azar y el clima, se ha
pospuesto. El goteo de las sillas se asemeja a las lágrimas del dueño del
establecimiento, que ve como su oportunidad de hacer caja se ha frustrado por,
otra vez, la lluvia que no deja de caer. Las aceras, llenas de charcos,
reflejan el vacío de unas calles que, de lucir el sol, estarían repletas de
gente, haciendo sus compras, paseando, viendo escaparates, ejercitándose, yendo
de un lugar a otro sin destino fijo… quién sabe, pero en todo caso dotando a la
calle de vida, bullicio, animación y colorido. Las calles tristes y lluviosas
recuerdan al otoño o al invierno, que asociamos a farolas encendidas, paraguas
en mano y un cierto aire de melancolía, con el tapizado de hojas que cubren el
suelo y las prendas de abrigo que van ganando posiciones sobre nuestro cuerpo.
A medida que avanza el año el sol gana un espacio en el cielo cada vez mayor, y
las temperaturas suben, el ánimo crece, la luz avanza y el calor aumenta. La
imagen del verano va calando poco a poco en nuestras mentes, y cada uno tiene su
escena favorita, con forma de playa de olas bravas, o de monte verdoso, o de
camino eterno siempre postergado por el trabajo, o de la charla con los amigos,
o de estancias junto al borde de la piscina viendo a las guapas vecinas que
enseñan parte de su cuerpo y nos enamoran con sus miradas discretas… Cuando se
mira el calendario y llega el verano el cuerpo se prepara y la mente cambia, se
relaja y deja llevar, a veces en exceso, en busca del ocio perdido y soñado,
del vendido y falseado, del deseado, del mítico, y siempre nuestra mente lo
asocia todo a un sol que domina la escena, a una luz que lo baña todo y a un
calor que nos induce al refresco, a quitarnos la ropa y a experimentar el
placer del cuerpo y del aire libre. Cuando llegan las tormentas veraniegas el
sueño se detiene por un instante, se crea un paréntesis de carreras, prisas y
huida al refugio para que el agua traicionera no nos pille de sorpresa, pero
con la idea de que el chubasco pasará, que las nubes son algo accesorio, necesario
sí, pero que sólo van a estar el tiempo
necesario para remojar el ambiente, limpiar el aire y otorgarnos, nuevamente,
unas horas de sol antes del anochecer que indique que otro día de verano ha
terminado. La tormenta se porta como ese niño caprichoso, que tanto nos hace reír
pero que, en un momento dado, rompe a llorar porque se ha caído, o ha tirado
algo y se ha roto, y los lloros rompen la monotonía del silencio, la tranquilidad
de la tarde. Y como la tormenta, con la misma presteza con la que llegaron, se
van.
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