El Ministro de Educación, Jose
Ignacio Wert es un chollo para los periodistas. Su apellido se puede escribir
de corrido, dado que sus caracteres forman parte de la secuencia de la fila
superior que define a los teclados occidentales, ese famoso qWERTty, y cada vez
que habla ofrece declaraciones jugosas que, sin duda, alimentarán feroces
polémicas, batallas políticas y nuevas declaraciones de otros partidos y
componentes del sistema educativo, que llenarán columnas de opinión (como esta,
pero remuneradas) páginas de articulistas y horas y horas de tertulia. Sí, este
hombre es una joya para los medios, como lo fue Mourinho para la prensa
deportiva, que seguro es la única que le echa de menos.
El
caso de la nota de corte para las becas, el famoso 6,5, ha sido el más
reciente, pero sólo el último de una serie de polémicas que han acabado por
enfangar el campo de la educación, que ya de por sí es bastante farragoso,
convirtiéndolo en lo que nunca debiera ser, un lugar de enfrentamiento
partidista en el que la demagogia, el simplismo y la palabrería dominen frente
a la visión de estado, el largo plazo y la consecución de objetivos globales.
En este sentido Wert ha fracasado por completo. La educación es un asunto muy
complejo, y que en España funciona mal, se mire como se mire. Tanto en los
tramos de la ESO como el Bachillerato o la Universidad, los resultados que
ofrece el sistema educativo nacional son, como mínimo, vulgares, cuando no
directamente sonrojantes. Se podrá criticar mucho la metodología con la que se
elaboran rankings como el de PISA para educación primaria y secundaria o el de
la Universidad de Shanghái para centros universitarios, pero el que año tras
año, desde hace muchísimos, ambos sitúen a España en un lugar tercermundista es
como para hacérselo mirar, y muy bien. Se podrá objetar que ambas
clasificaciones miden cosas muy distintas y que los remedios que se deben
aplicar en distintos tramos escolares deben ser diferentes porque también son
los problemas, y estaré completamente de acuerdo, pero lo cierto es que no se
aplica remedio alguno. Es más, cada vez que se mencionan las carencias de
cualquiera de los tramos escolares surgen al instante voces que se rasgan las
vestiduras, afirman que su centro o región es la más puntera y que esas listas
internacionales sesgan y no son capaces de medir adecuadamente al infinita
calidad de la educación que ofrecen. Cada vez que oigo cosas así me enervo, se
lo confieso. Y así, día tras día, la discusión eterna en este país es si los niños
deben o no estudiar religión en las aulas, debate solucionado hace décadas en
nuestro entorno, o si deben pasar de cuso independientemente de que hayan
aprobado o no, asunto que en otros países también han conseguido acordar hace
mucho tiempo, mientras que los problema serios no se abordan. La calidad del
profesorado y su proceso de formación, los medios con los que se cuenta, la
valoración social de la educación, la introducción de competencia real entre las
universidades, el premio al esfuerzo, el diseño de unos contenidos pedagógicos
y que sean capaces de transmitir lo complejo que es el mundo actual, la
necesaria presencia de la filosofía, lectura y otras asignaturas de letras,
despreciadas por completo, la inclusión de la música o el ajedrez como
asignaturas complementarias durante ciertos tramos del currículum, la
estabilidad de las normas educativas en el tiempo, la necesidad de despolitizar
los temarios y alejarlos del paleto nacionalismo localista que ahora los inunda
tanto en el País Vasco como en Murcia o Madrid… nada de eso parece importar ni
a los rectores de las universidades ni a los gestores de los centros ni, sobre
todo, a los políticos de todo signo que, sospecho, ven a la educación como el
gran problema, la única de las materias capaces de hacer ver a la población lo
inepta y cutre que es su clase dirigente y que puede, a largo plazo,
desestabilizar las estructuras de poder anquilosadas en este país. Por eso creo
que el objetivo último de todo político en España, sea cual sea su presunta
ideología, es cargarse la educación para mantenerse en el poder el mayor tiempo
posible.
El caso concreto de Wert no
parece ser ajeno a esta idea. Cuando fue nombrado su procedencia del mundo de
la investigación social y el que no fuera un miembro del aparato de los
partidos me hizo verle con buenos ojos. Sangre fresca, aires renovados, pensé,
a ver qué tal sale… Me preocupaba su promiscuidad tertuliana, que como en casi todos
los casos es dada a la frase fácil, el titular simplón y la bronca, y esa
preocupación ha ido mutando con los meses en tristeza al comprobar como Wert se
comporta como tertuliano cada vez que habla, haciendo ver que sique teniendo la
sensación de estar en un estudio de televisión y de ingresar en nómina según la
audiencia que generen sus declaraciones. Así no se pueden hacer las cosas, y en
el campo de la educación, aún menos.
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