Suele decirse, de manera ampulosa
y tópica, que las elecciones son la fiesta de la democracia, supongo que porque
es el día en el que ejercemos el derecho al voto y participamos de manera
efectiva. Usando el mismo símil, me atrevería a decir que la feria del libro de
Madrid es la fiesta de los libros, y es que allí, durante dos semanas, autores,
lectores y curiosos, se juntan, conocen, ponen rostro, intercambian expresiones
y obtienen firmas con las que poner un bello colofón, aunque se estampen al
inicio, a la novela que tanto les gustó cuando la leyeron. Esa comunión que se
da entre las dos partes que forman el libro es la magia de la feria.
Parece
que este año las ventas han subido respecto a la edición precedente, y todo
ello en medio de la depresión económica que vivimos, por lo que al menos
tenemos una buena noticia que celebrar, y hagámoslo, porque sobran noticias
malas y no hay manera de encontrar buenas. Parte de esa subida de ventas se ha
logrado gracias a mi ruina personal, que en forma de libro ha esquilmado mi
cuenta corriente y dejado a mi tarjeta de crédito más blandita que un helado
puesto al achicharrante sol de este madrileño fin de semana. El sábado, tras
haber comprado algunos ejemplares, estaba muy cansado, y decidí sentarme en el
parque, muy cerca de la fuente y de donde el brazo principal de casetas se
ramifica en dos lenguas, y allí, a la sombra de un inmenso árbol, me quede largo
tiempo mientras el sol empezaba a ponerse y la luz del día declinaba. Empecé a
leer un pequeño libro que había comprado hacía pocos minutos, de impresiones de
escritores ilustres sobre su estancia en Roma. Montaigne, James, Hemingway,
Shelly y otros cuantos pasaban delante de mí cantando las excelencias,
incomodidades o sorpresas que les producía la visita al centro del antiguo
imperio, que de todo había, mientras que, de vez en cuando, veía como las
multitudes pasaban junto a las casetas, en las que un grupo numeroso, que
parecía relevarse de manera natural, ocupaba casi todo el espacio disponible y
preguntaba a los expositores sobre novedades o pedidos que llevaban escritos
desde casa. En el mismo fragmento de césped en el que me encontraba unos padres
jugaban con una niña pequeña, a la que leían unos cuentos que, seguramente,
también acababan de comprar, y algo más al fondo unas crías jugaban con sus
móviles y cantaban lo que supongo es la canción de moda de hoy mismo. Arriba y
abajo, la multitud se movía despacio, cargada de bolsas de la feria, en las que
viajaban las adquisiciones, las novedades, los sueños e historias que van a
hacerles pasar un mejor verano, y que esperarán ansiosos en casa a que sean
abiertos, sus páginas pasadas y so contenido descifrado. Pensaba mientras leía
y veía esas escenas, que no todo está perdido, que la cultura de la imagen
puede ser avasalladora, invasiva y totalitaria, pero que las letras aún no han
dado su última batalla. Que en formato papel, mi preferido, o electrónico, como
deseen, los libros siguen siendo una vía maravillosa para el ocio, el
conocimiento y el disfrute, y ver a tantos críos en torno a las casetas, en
compañía de mayores o solos, me alegraba el alma. Cuando hace un par de semanas
compré algunos cómics y novelas juveniles para mi, la caseta bullía con grupos
de adolescentes que rebuscaban ejemplares codiciados, y asaetaban al librero
con preguntas de examen sobre tal o cual personaje y dónde poder encontrar el último
álbum. Yo entendía muy poco de lo que decían, me sonaban algunos nombres, pero
me encantaba ver esa pasión en sus ojos, ese deseo por encontrar la novela o el
cómic soñado y, una vez alcanzado, sentarse en el primer sitio que se les
ocurra, y ponerse a realizar uno de los actos más mágicos posibles. Leer.
2 comentarios:
Hijooo ¡¡ qué bonito, qué bonito ¡¡ lo que escribes y transmites.
Bravo por los libros y su feria¡¡
Tú lo eres mucho más... gracias!!!!
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