Me gustó mucho un titular que vi
en la web hace un par de días, que ahora no soy capaz de encontrar, que
afirmaba que los casos de espionaje revelados durante estos últimos días, que
sobre todo afectan al gobierno norteamericano y británico, habían envenenado
las relaciones internacionales de estas naciones con el resto del mundo y, en
el fondo, las de todos entre sí, porque la sospecha de que el espionaje es
masivo, multidireccional y que no se frena ante nada ahora tiene certezas que
la avalan. Así, reuniones como las del G8 de inicios de semana son un escaparate
de fotos que, tras lo conocido, se demuestran aún más huecas y falsas.
Ya comenté la semana pasada que
uno puede escandalizarse mucho ante el asunto del espionaje, pero lo que no
puede es mostrarse sorprendido. La idea que se difundió en los noventa de que,
tras la caída del muro, los espías se habían quedado viejos y buscaban su
reciclaje profesional o indemnización por despido era, obviamente, falsa. En un
principio el espionaje se derivó hacia fines privados, y muchos agentes seguro
que fueron contactados por empresas industriales que ansiaban hacerse con las
patentes y desarrollos de sus rivales, pero tras unos años de relativa calma,
sospecho que el mercado de espionaje público, por parte de los estados, volvió
a resurgir con fuerza, alentado por dos factores muy interesantes. Uno es la
complejidad del mundo en el que vivimos, complejidad que no hace sino aumentar
día a día, y que tiene a todo el mundo perplejo y perdido, también a los
gobiernos, lo que hace que la necesidad de información sea creciente. El otro
factor es el desarrollo tecnológico, disparatado, que ha permitido que sueños
de control, manipulación y tratamiento de la información que estaban en las
mentes de los visionarios se hayan plasmado en sistemas de escucha, rastreo y
vigilancia que funcionan 24 por 7 a lo largo de todo el mundo. La tecnología ha
abarato mucho el espionaje y, pese a que aún sigue siendo necesaria la
existencia de agentes muy profesionales sobre el terreno en el caso de misiones
especiales, el trabajo de un espía de hoy es muy similar al de cualquier
oficinista, como yo o puede que usted, que llega por las mañanas a su mesa,
quizás con el café de la máquina en la mano y, casi seguro, bastante sueño,
arranca su ordenador y en vez de abrir el Excel o el Word inicia aplicaciones
informáticas desarrolladas por el gobierno para la escucha telefónica, el
rastreo de correos electrónicos o la interceptación de envíos cifrados. Y cada
vez más empresas privadas, consultoras y similares, realizan esta labor como si
de una contrata de asistencia técnica se tratase. De hecho creo que, dado el
acceso infinito a la información de que disponen los gobiernos, el principal
trabajo que se desarrolla en el día a día es el filtrado, el tratamiento de los
datos, la búsqueda de patrones, el extraer de toda esa inmensa montaña de
información algo valioso, entendiendo como valioso lo que el gobierno de turno
así lo vea, pudiendo ser información para evitar atentados terroristas, datos
de solvencia de entidades bancarias, movimientos de rivales políticos o
secretos prototipos creados por las empresas del país. Todo lo que pueda ser de
interés está, cada vez más, al alcance de la mano del espionaje, que ya no
viste gabardina a lo Bogart ni necesita
gafas de sol o periódicos extra grandes para camuflarse, no. Ahora el espía
tiene, en su mayor parte, un aspecto de “nerd” de colgado por las tecnologías,
como es el caso de Snowden, y seguro que se baja canciones o capítulos de Juego
de Tronos de mientras rastrea las llamadas, y queda algunas noches para echar partidas
de World of Warcraft con sus amigos rodeado de pizzas y miles de cables
enroscados. Así es el mundo de los secretos de hoy, y todos los gobiernos lo
saben, y utilizan.
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