Cuando salgo de la parada de
metro de mi trabajo todas las mañanas veo, junto al paso de cebra que conecta
la boca con el edificio de las oficinas, un poste de recarga de vehículos
eléctricos plantado en la mitad de la nada, solitario, indiferente al paso de
las miles de personas que cada día transitarán junto a él. Pocos metros más
abajo hay un poste de expedición de tickets del aparcamiento regulado, que
sospecho, me temo, tiene una vida mucho más activa e intensa que su “achispado”
vecino. Ese poste medio abandonado es una muestra del difícil camino que le
espera al coche eléctrico para su implantación.
En
estos días se ha hecho pública la noticia de la quiebra de Better Place,
una empresa israelí fabricante de baterías que tenía un contrato con marcas
como Renault Nissan para el suministro y mantenimiento de baterías de sus
modelos eléctricos. Cuando se fundó, hace no muchos años, la empresa nació con
el objeto de hacer del coche eléctrico el medio de movilidad por excelencia en
Israel, llegando a afirmar que en un plazo de no muchos años todos los
vehículos que circulasen por el estado hebreo serían alimentados por sus
baterías, y la red que ella instalaría de cambio y sustitución de las mismas
sería capaz de cubrir todo el país. Unos años y varios cientos de millones de
dólares después Better Place quiebra ahogada en las deudas, habiendo sido
incapaz de cumplir las promesas soñadas, no habiendo desarrollado red alguna de
suministro de baterías y con las ventas de los modelos eléctricos de sus marcas
de referencia en niveles casi anecdóticos. Es la historia, otra más, de un
sueño convertido en pesadilla, que lo tenía casi todo para poder ser exitoso
pero que ha fracasado por un problema tecnológico de fondo y uno de logística
asociado. El tecnológico es la escasa duración de las actuales baterías, un
problema que afecta a los vehículos pero que usted y yo sufrimos en el día a
día de nuestros móviles, pequeños ordenadores llenos de prestaciones que apenas
son capaces de resistir un día entero con la batería cargada si se les da un
uso normal. En caso de que aprieten mucho el dedo sobre su pantalla deberán ir
provistos de cargadores para, cada pocas horas, enchufarlos allá donde
encuentren una clavija libre. Si en el caso de los móviles esto es engorroso,
se convierte en un problema colosal para el concepto de transporte, porque
aunque las actuales baterías aguantan distancias de entorno a los cien
kilómetros, menos del uso diario para el trabajo de la mayor parte de los
conductores occidentales, no es menos cierto que uno no se compra un coche para
ir al trabajo y otro para hacer desplazamientos largos, sino que usa el mismo
para todo, y esas limitaciones hacen que comprarse un coche eléctrico sea una
apuesta muy elitista y peligros, porque como se agote al batería por la razón
que sea te quedas colgado en a saber dónde. Ahí llega el problema logístico, que
se retroalimenta de las escasas ventas derivadas del fallo anterior. ¿Qué
sentido tiene establecer una costosa y enorme red de “electrolineras” o
cambiadores de baterías si apenas hay vehículos que puedan utilizarlas? El despliegue
de la red de gasolineras que ahora cubren nuestros países ha sido un proceso de
décadas, a medida que el coche de gasolina se ha ido adueñando del territorio.
No en EEUU, pero en España muchos recordarán los tiempos en los que la
gasolinera del pueblo era la única que había en kilómetros a la redonda, y las
leyes establecían limitaciones claras respecto a dónde podían ubicarse y donde
no. Crear de la nada una red de abastecimiento eléctrico es posible, sí, pero
muy muy caro, y requiere que haya una demanda enorme para espolear su
desarrollo. Si no hay demanda no hay red, y el problema se retroalimenta
nuevamente.
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