Muchas veces la mejor forma de
analizar un problema o situación es abstraerse de él, salirse y observarlo en
perspectiva, desde fuera. Es probable que así obtengamos una idea cierta de su
dimensión y de lo grave o leve que es. Viviendo inmersos en nuestros problemas
tendemos a sobrevalorarlos, a sobredimensionarlos, se nos hacen inmensos, y
esto nos impide actuar contra ellos. Esta táctica es válida tanto para los
complejos asuntos del día a día de cada uno de nosotros como para los asuntos
de otras personas y entidades. También vale para las naciones y, desde luego,
para esa entidad de la que formamos parte y llamamos UE.
Desde
hace una semana violentos disturbios se suceden en las calles de Kiev y otras
ciudades ucranianas, tras la ruptura de las negociaciones que se
desarrollaban entre el gobierno ucraniano y los representantes de la UE, de
cara a la firma de lo que se denomina un Acuerdo de Asociación, un tratado de
colaboración entre ambas entidades destinado en este caso a reforzar los
vínculos comerciales, culturales y emocionales entre la UE y Ucrania, un país
que no pertenece al club de Bruselas pero que, inevitablemente, sí forma parte
de lo que entendemos como Europa. Las causas de la ruptura son complejas, y
aunque se ha esgrimido como argumento fundamental la violación de los derechos
que sufre la ex primera ministra Yulia Timoshenko, encarcelada de una manera
cruel desde hace años, el problema de fondo tiene que ver con Rusia, y con su
política expansionista. Ucrania se encuentra en medio de dos mundos. Por un
lado posee, como antes señalaba, vínculos ineludibles con Europa, y por otro
lado es un país eslavo, que durante gran parte del siglo XX tuvo en Moscú su
capital y en Rusia el corazón de su poder. Tras la caída del muro y del imperio
soviético Ucrania se independiza como país, se convierte en una enorme potencia
agrícola y el lugar por el que, casi de manera inevitable, deben transcurrir
los gaseoductos rusos que abastecen de calor y energía a gran parte de Centroeuropa.
Por ello las aspiraciones de Moscú de volver a tener una relación privilegiada
con Kiev han sido constantes desde el principio de la existencia independiente
de ambas naciones. Las encuestas revelan que en el mismo seno de la población
ucraniana existe esa división casi en dos mitades entre los que desearían girar
hacia Moscú y entre los que miran a Bruselas. Los que estos días salen a
manifestarse y expresan su ira y temor son estos segundos. Saben que el amor de
Rusia por Ucrania es interesado, y que el régimen que domina en Moscú es
democrático en apariencia, pero autoritario en la práctica. Unirse a Rusia
sería una vía de, nuevamente, perder la independencia a manos de la antigua
potencia, que volvería a considerar a Ucrania como su granero, y a la población
del país como sus siervos. Bruselas sin embargo, es vista como sinónimo de
libertad, modernidad, apertura y desarrollo económico. Tras décadas de
dictadura comunista y años turbulentos de elecciones frustradas y regímenes
inestables, colaborar con la UE es visto por parte de la población del país
como la salida que les permitiría modernizar a su nación y acercarla a los
estándares de vida y de libertades que se disfruta mucho más al oeste de Kiev.
La fortaleza económica y el puño de hierro de Moscú frente al aperturismo y la
libertad económica de Bruselas. Poder duro frente a poder blando. Un duelo
apasionante en el que el más poderoso no siempre es, ni mucho menos, el que más
fuerza bruta tiene.
En cierto modo los ucranianos me recuerdan a los
españoles que, tras la caída de la dictadura, veíamos en Europa el fin de
nuestros males, la modernidad que añorábamos y que aquí no encontrábamos por
ninguna parte. La diferencia es que no había un contrapoder alternativo que nos
sedujera (o quisiera imponerse). Pero contemplemos, asombrados, como mientras
los socios de la UE discutimos entre nosotros y acusamos a la Unión de estar
degenerando inmersa en una grave crisis, lo cual es cierto, fuera de nuestras
fronteras, miles de personas se arriesgan a ser golpeadas y detenidas por acceder
a nuestra maltrecha Unión. Y es que no somos conscientes de lo que hay fuera de
nuestras fronteras, de lo mucho que hemos construido juntos y de su inmenso, y
atractivo, valor.
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